La fiesta seguía su curso, más animada a medida que la noche avanzaba. Gabriel y Marcos se encontraban ahora rodeados de un grupo distinto de interlocutores. La conversación giraba en torno a la filosofía, en particular sobre la delgada línea entre el conocimiento y la realidad.
—¿Es posible que lo que percibimos sea únicamente una sombra de lo real? —preguntó uno de los caballeros, agitando suavemente su copa de vino.
Marcos respondió con una sonrisa.
—En ese caso, le ruego que nunca me despierte de la ilusión. Es demasiado entretenida como para renunciar a ella.
El grupo soltó una carcajada, y de inmediato alguien añadió:
—Pero el conocimiento nos permite acercarnos a la verdad, aunque nunca la alcancemos del todo.
Gabriel, un poco más suelto gracias a las copas y al ambiente, intervino con su voz grave y segura.
—Diría que el conocimiento es apenas el mapa, nunca el territorio. Nos guía, nos da dirección, pero lo real… eso siempre nos supera.
El silencio que siguió fue reflexivo. Varias cabezas asintieron con aprobación.
—Debo decir que tienen una manera interesante de abordar el asunto —comentó un hombre mayor—. De hecho, me atrevería a decir que conozco a alguien cuya opinión les resultará aún más interesante.
Se inclinó con una leve reverencia y se excusó, prometiendo regresar en breve.
Pasados unos minutos, la multitud se abrió como si un oleaje invisible la apartara. El hombre regresaba acompañado de otra figura, y bastó un vistazo para que todos entendieran que quien llegaba no era un invitado cualquiera.
—Caballeros, damas —anunció con entusiasmo—, permitan que les presente a Héctor Duval.
Héctor era imposible de pasar por alto. Entre el bullicio elegante de la fiesta, su figura imponía como la de un guerrero extraviado en medio de sedas y perfumes. Alto, de hombros anchos y musculatura firme que ni el mejor sastre podía disimular bajo la tela ajustada de su chaqueta, parecía hecho más para las armas que para los salones parisinos.
Su cabello rubio, algo desordenado, caía en ondas rebeldes sobre la frente, iluminado por los candelabros como si llevara consigo un resplandor propio. Los ojos, de un azul claro y penetrante, observaban con una mezcla peligrosa de seguridad y juego, como quien está acostumbrado a obtener lo que desea sin necesidad de pedirlo.
Sonreía poco, pero cuando lo hacía, esa expresión franca y directa se convertía en un arma tan poderosa como sus brazos. Tenía el aire de alguien que había viajado, que conocía la rudeza del mundo, pero que sabía moverse entre nobles como si perteneciera a su círculo por derecho.
En su porte había algo desafiante, una especie de libertad no domesticada que contrastaba con la rigidez de los caballeros de salón. Y aunque sus gestos eran comedidos, bastaba un cruce de miradas o un comentario apenas insinuante para que quedara claro: Héctor no ocultaba sus inclinaciones, y no temía a quien pudiera juzgarlo.
Con una pequeña reverencia se presentó ante todos, aunque su mirada azul se detuvo con particular interés en Marcos.
—Es un gusto conocerlos —dijo, con voz profunda y segura, extendiendo la mano a cada presente.
Cuando Gabriel se presentó, correspondió con su habitual firmeza, recibiendo un apretón sólido. Luego fue el turno de Marcos, Héctor le estrechó la mano con una fuerza marcada, sin resultar grosero, pero lo suficiente como para transmitir la intensidad de su carácter. Sus ojos no se apartaron de los de él durante ese instante prolongado.
El caballero que lo había traído al grupo sonrió y explicó:
—Justo conversábamos sobre el conocimiento y la realidad. Pensé que su opinión podría enriquecer el tema.
Héctor barrió con la mirada al círculo, pero finalmente se detuvo en Marcos, como si el resto no existiera.
—Diría que la realidad no siempre es un reflejo fiel de lo que sabemos. El conocimiento puede ser un faro, sí, pero también una venda. Porque a veces lo que creemos entender nos impide ver lo que está frente a nosotros.
Marcos, que había escuchado con atención, arqueó una ceja y respondió con una sonrisa juguetona.
—Entonces debería cuidarme de no volverme demasiado sabio… no vaya a ser que deje de ver la copa de vino que tengo delante.
Las risas brotaron de varios en el grupo, incluso de Héctor, cuya sonrisa fue breve pero franca.
Gabriel intervino, con el tono sobrio que lo caracterizaba:
—Aunque a veces, señor Duval, no hay conocimiento suficiente que prepare al hombre para ciertas verdades. Hay realidades que golpean como un muro, y que ninguna teoría puede suavizar.
Héctor lo miró un segundo, evaluando sus palabras, antes de replicar con serenidad.
—Puede que tenga razón. Pero yo diría que ahí radica la grandeza del hombre: no en huir de ese muro, sino en enfrentarlo de frente.
—O en rodearlo con ingenio —añadió Marcos, divertido.
—Ingenio o valor —replicó Héctor, mirándolo de nuevo con intensidad—. Ambas cualidades suelen convivir en quienes más llaman la atención.
El comentario, dicho con voz firme y sin la menor vacilación, flotó en el aire con un matiz que no pasó desapercibido. Marcos parpadeó, sorprendido por la naturalidad con la que el hombre dejaba entrever una insinuación. Gabriel, que observaba cada detalle, comprendió también lo que Duval quería decir, aunque el resto del grupo no pareció captar la sutileza.
La seguridad con la que Héctor lo había expresado, sin un atisbo de duda o vergüenza, fue lo que más impresionó a Marcos: aquel hombre no solo no ocultaba quién era, sino que lo hacía con una virilidad tan marcada que resultaba imposible cuestionarlo.
Marcos, intrigado, lo miró de frente.
—Y dígame, monsieur Duval, ¿a qué se dedica cuando no ilumina tertulias con reflexiones filosóficas?
Héctor sonrió con un gesto breve, casi orgulloso.
—Mi vida no tiene tanto misterio. Soy militar. He servido en campañas dentro y fuera de Francia. Algunos dirían que he tenido la fortuna de destacar, aunque yo lo llamaría disciplina y empeño.