Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 48

El jardín quedó atrás con el murmullo apagado de la fiesta. Marcos se había despedido de Héctor con una leve inclinación de cabeza, sellando la promesa de encontrarse al día siguiente. Gabriel, por pura cortesía, se limitó a estrechar la mano del militar con una sobriedad glacial antes de guiar a su compañero fuera de la mansión.

El carruaje avanzaba en silencio por las calles, y el sonido de los cascos era lo único que rompía la calma. Marcos, con la mirada fija en la ventana, dejó escapar una sonrisa traviesa.

—Vaya noche, ¿no? —murmuró, girándose hacia Gabriel—. Parece que me he ganado un admirador inesperado.

Gabriel lo miró con el ceño apenas fruncido, su expresión impenetrable.
—Deberías mantener cierta distancia con hombres como ese —replicó con tono bajo pero firme—. No todo lo que se esconde detrás de una sonrisa es recomendable.

Marcos lo observó, la sonrisa apagándose poco a poco. Había algo en aquellas palabras que le dolía más de lo que esperaba. Cruzó los brazos, conteniendo el fastidio, y entonces soltó:

—¿Y si yo fuera “como ese hombre”, Gabriel? ¿También me evitarías?

Gabriel lo sostuvo con una mirada fija, severa, casi cortante. Y, sin embargo, su voz salió grave, con un matiz distinto.
—Tú, Marcos, eres una excepción en demasiadas cosas.

El aire se tensó entre los dos. Marcos había esperado quizá un rechazo o un comentario duro, pero aun así, sintió una sacudida extraña en el pecho. Sus ojos permanecieron serios cuando respondió.

—Entonces espero que nunca olvides eso.

El silencio cayó sobre ambos después de aquellas palabras, lleno de lo no dicho. El carruaje siguió avanzando hasta detenerse finalmente frente al hotel. Sin mirarse más, descendieron, y cada uno se perdió hacia su habitación, con pensamientos demasiado agitados para el cansancio que cargaban.

….
La puerta se cerró tras él con un chasquido seco. Gabriel se despojó del saco y lo dejó caer sobre el respaldo de la silla, mientras caminaba despacio hacia la cama. El silencio del cuarto le resultaba pesado, demasiado distinto al bullicio elegante de la fiesta que aún resonaba en su cabeza.

Se pasó una mano por el rostro, exhalando con fastidio. Las insinuaciones de Héctor hacia Marcos… tan veladas y, al mismo tiempo, tan descaradas, eran imposibles de ignorar. Solo un ciego no habría notado cómo lo miraba, cómo encontraba excusas para rozarlo. Gabriel lo había considerado una impertinencia, casi una falta de respeto.

Se dejó caer sobre la cama, los brazos extendidos a los lados, la mirada fija en el techo.

No tenía problema con las decisiones de vida de otros hombres; nunca los había juzgado por lo que hacían en privado. Al contrario, le parecía ridículo que en Londres se dictaran leyes tan rígidas y absurdas contra lo que no afectaba a nadie más. París, en cambio, era otro mundo: allí todo parecía más libre, más permisivo. Y aun así… la seguridad, la virilidad con la que Héctor había osado mirar y tocar a Marcos bajo la excusa de un contacto casual lo enfurecía.

Un calor extraño le recorrió el pecho al empezar a recordar el cuello de la camisa de Marcos entre sus manos, la suavidad inesperada de su piel bajo los dedos, el aroma de su cabello en el tren y su cabeza en su hombro dándole aquella sensación cálida que lo había sorprendido, y que al mismo tiempo, le había gustado demasiado.

Gabriel cerró los ojos con fuerza. No era tonto, y sabía reconocer lo que lo estaba carcomiendo. Celos. Exactamente lo mismo que con Ivy: esa incomodidad insoportable al verla demasiado cerca, demasiado confiada con él. Y ahora, ese hombre, ese militar insolente que había tenido la audacia de insinuarse.

Se incorporó un poco, solo para luego volver a dejarse caer contra las almohadas con brusquedad. Se llevó una mano al pecho, intentando calmar la inquietud que lo agitaba.

—Me estoy volviendo loco —murmuró, apenas audible en la penumbra—. ¿Qué demonios me pasa?

El silencio no respondió. Sólo su propio pulso acelerado le recordaba que había algo dentro de él que no podía ignorar.

….
La mañana siguiente, el sol filtraba alto en la residencia de lord Whitcombe. El salón en el que se encontraban era vasto, con paredes revestidas de madera oscura y tapices franceses que mostraban escenas de cacerías. Una mesa larga, cubierta de mantelería blanca y vajilla de plata, los recibía con una discreta pero exquisita selección de quesos, panes, frutas y copas de vino claro.

Marcos y Gabriel estaban sentados frente al anfitrión, quien mantenía la espalda erguida y una calma imponente en cada gesto.

—Caballeros —dijo lord Whitcombe, con un tono medido pero firme—. He de confesarles que la conversación de anoche me dejó gratamente convencido de su eficacia. Tanto así que deseo encomendarles algo mucho más… sustancial.

Gabriel, que sostenía la copa con serenidad, inclinó apenas la cabeza.
—¿Podría precisar? ¿De qué magnitud estamos hablando?

El aristócrata apoyó los codos en la mesa, entrelazando las manos con gesto solemne. Sus ojos se fijaron en Gabriel como si pesara cada palabra.
—Siete veces más del último encargo.

Marcos, que acababa de llevarse una fruta a la boca, tosió de manera violenta, casi atragantándose. Se llevó la servilleta a los labios y carraspeó con apuro.

Lord Whitcombe arqueó una ceja, divertido.
—Es en serio, joven.

El calor subió a las mejillas de Marcos, que se acomodó en la silla, mirando de reojo a Gabriel. Este mantenía el rostro inmutable, aunque en sus ojos se notaba un destello de sorpresa que sabía disimular con maestría.

Marcos respiró hondo, recuperando la compostura, y murmuró con un intento de sonrisa
—Supongo que, será un verdadero desafío.

El lord esbozó una sonrisa fina, como si esperara precisamente esa respuesta.

Gabriel dejó con calma la copa sobre la mesa y entrelazó los dedos.
—Un volumen siete veces mayor —dijo despacio— requiere, por supuesto, ajustar tiempos de entrega, asegurar rutas libres de contratiempos y prever garantías sólidas para que no haya demoras. No me interesa aceptar un compromiso de esta magnitud si no estamos completamente seguros de poder cumplirlo.




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