Aún ardido por la situación, Gabriel se quedó inmóvil unos segundos más. No dijo nada, pero el enojo le vibraba en los dedos. Dio media vuelta y regresó a su habitación. Cerró la puerta con más fuerza de la necesaria; el golpe seco retumbó en el silencio, pero no le alivió nada.
Permaneció allí un momento, de pie, sintiendo cómo la irritación le caminaba por dentro como un fuego lento. Finalmente, tomó su abrigo y salió. No sabía exactamente a dónde iba, solo que necesitaba aire y distancia.
Terminó caminando hasta los jardines de Luxemburgo. El sol caía tibio, dorando las copas de los árboles y alargando las sombras en el suelo prolijo. Avanzaba con el porte de siempre: recto, firme, contenido. A quien lo viera desde lejos le habría parecido sereno, tal vez incluso tranquilo. Pero adentro todavía hervía.
Observó a su alrededor y, sin motivo aparente, una figura femenina riendo con un sombrero claro, el vaivén de un vestido y una brisa con perfume a flores, le trajo a la memoria a Evelin.
Una sonrisa involuntaria se dibujó en sus labios. Recordó su voz, cálida y vivaracha; la manera en que lo provocaba solo para arrancarle una reacción; su piel, suave y perfumada; lo coqueta que se ponía para él cuando quería llamar su atención. La imaginó desnuda, con esa mezcla suya de descaro y gracia, mirando fijo, segura de que lo tenía enredado sin esfuerzo.
Pensó también en lo mucho que le gustaba enseñarle cosas. Como ella preguntaba sin pudor, absorbiendo cada idea con esa curiosidad suya casi traviesa. Y era cierto: se había acostumbrado incluso a verla discutir con Marcos, como si esas peleas fueran ya parte del ritmo natural de sus días.
La sonrisa se desvaneció despacio. Un hueco leve, inesperado, le abrió paso en el pecho. No era tristeza, pero sí una incomodidad silenciosa, como si de golpe notara que ella estaba demasiado lejos.
Siguió caminando aún un rato, con las manos a la espalda, hasta que el olor de café recién hecho desde una terraza cercana lo sacó del ensimismamiento. Frenó, miró el cielo claro y, con una resolución serena, se encaminó hacia allí.
No iba a desperdiciar una tarde hermosa solo por haber perdido la calma. Una mesa tranquila, una taza caliente y silencio, eran lo único que necesitaba para volver a ordenar su mente.
….
La noche había caído sobre París con un aire fresco que anunciaba el final del día. Las calles estaban más silenciosas, apenas iluminadas. Marcos y Héctor caminaban lado a lado por la acera, sin apuro, como si ninguno quisiera acortar el momento.
Una brisa fría los rozó, y Héctor, sin decir palabra, se quitó su abrigo largo y lo apoyó con suavidad sobre los hombros de Marcos. El gesto fue tan natural como deliberado.
—No era necesario —comentó Marcos, bajando un poco la mirada hacia el abrigo sin quitárselo—. Pero admito que lo agradezco. El clima parece cambiar de humor cuando se hace de noche.
Héctor sonrió apenas, satisfecho con su decisión.
Siguieron caminando y, en medio de una conversación ligera sobre un caballo testarudo que habían visto, Marcos improvisó un comentario tan absurdo y exagerado sobre el animal que Héctor soltó una carcajada abierta y sonora.
—Si ese caballo pudiera escucharte, pediría un abogado para defender su honor —respondió Héctor, devolviéndole el juego con una broma propia.
Marcos rió, y esa sonrisa compartida les aflojó los hombros a ambos, como si se conocieran desde hace mucho más.
Caminaron unos metros en cómodo silencio, hasta que Héctor, más bajo y grave, dijo:
—No muchas personas me sostienen la mirada cuando hablo con ellas, me fascina que tú sí lo hagas.
Marcos lo miró de reojo con una media sonrisa.
—Ya tengo práctica con otras más duras.
—¿Te refieres a tu amigo? —preguntó Héctor sin rodeos—. Gabriel. Es evidente el control que quiere ejercer, o que cree ejercer.
Marcos se encogió de hombros.
—Sí, Gabriel. Siempre ha sido demasiado duro.
Héctor dejó escapar una pequeña exhalación con un matiz ambiguo.
—Hay durezas que protegen y otras que oprimen. Uno aprende a distinguirlas.
Marcos no respondió, pero el silencio bastó para que Héctor entendiera que había tocado algo real.
Ya habían llegado a la entrada del hotel. Y otra vez, Héctor sostuvo la puerta para que Marcos pasara primero. El vestíbulo estaba tranquilo, con un fuego discreto en una chimenea lateral.
—Entonces —dijo Héctor, parado frente a él— ¿tendré el privilegio de volver a verte?
Marcos exhaló con honestidad.
—No lo sé. No estoy seguro de cuándo o si volveré a París.
Héctor asintió una sola vez, pero su gesto práctico se activó inmediatamente. Se acercó al mostrador de recepción con paso decidido.
—Perdón —dijo en francés impecable—, ¿podría facilitarme una pluma y dos hojas, por favor?
La empleada se las entregó sin cuestionamientos. Héctor escribió con trazo firme y ordenado durante unos instantes, luego regresó hacia Marcos con ambos papeles.
—Aquí tienes una lista de los lugares a los que suelo ir. Cafés, clubes, una librería, dos salones, y una casa de té bastante discreta. Si alguna vez vuelves a París, podrás encontrarme en alguno de ellos.
Marcos tomó las hojas, curioso. El segundo papel, al desplegarlo, estaba completamente en blanco. Alzó la mirada, intrigado.
Héctor le ofreció la pluma.
—En ese, anota dónde podría escribirte. Una dirección, no importa si es tuya o de algún intermediario. Así, si yo deseo verte o tú a mí, podríamos arreglarlo.
Marcos arqueó una ceja, divertido por la formalidad insólita de la propuesta.
—Vas a tener que prometerme que tu caligrafía no se ofenderá si la mía es peor —dijo con picardía mientras tomaba la pluma.
Se inclinó ligeramente sobre una pequeña mesa cercana y escribió con letra clara y algo inclinada. Terminada la nota, le devolvió el papel y la pluma.
El leve roce de los dedos al entregárselos apenas duró un segundo, pero habló más que cualquiera de las palabras.