La señora Weaver había salido temprano, con el cielo cubierto por una neblina suave y pálida que anunciaba un día gris. Subió al carruaje con pasos medidos, pero al acomodarse en el asiento notó que las manos le temblaban apenas. No era frío, era el peso de lo que podía descubrir. Aunque intentaba mantener la compostura, todo en ella deseaba que resultara en un error, que sus sospechas no encontraran tierra firme. La posibilidad de que Gabriel fuese sangre de su sangre la inquietaba demasiado.
Cuando el carruaje se detuvo frente a la fachada respiró hondo antes de descender. El hombre, al recibirla, la reconoció de inmediato y la condujo a una sala discreta. Sin demasiadas palabras, abrió un cajón, extrajo una carpeta gruesa y se la entregó sobre una mesa de madera oscura.
La mujer, con cierta cautela, se sentó y la abrió. La primera hoja era una partida de nacimiento. La deslizó entre sus dedos, leyéndola en silencio primero, y luego, sin darse cuenta, en voz baja.
—Padres: Alfredo Whitaker y Elizabeth Russ; nacido en Canterbury…
Su mirada se detuvo en el sello parroquial, bien definido, y en la rúbrica del párroco. Pasó la yema del dedo por el relieve de timbre, como si necesitara confirmar que no era una falsificación. Todo parecía en regla.
Pasó a las siguientes hojas. Eran cartas de recomendación y registros académicos: caligrafía impecable, nombres de institutos prestigiosos, anotaciones de tutores y directores. Entendió entonces, con una mezcla de admiración y desasosiego, de dónde provenían la educación, la claridad y los modos refinados de Gabriel.
Más atrás encontró papeles notariales: registros de hospedaje en distintas ciudades, documentos de compra de propiedades modestas, correspondencia bancaria donde se reflejaban movimientos económicos discretos pero ordenados. Una carta de un bufete de abogados destacaba su nombre, indicando que administraba bienes a título personal.
Siguió revisando y halló aquello que no sabía si quería encontrar: una constancia que indicaba que sus padres habían fallecido hacía años. Mencionaba también que no tenía hermanos, que era el último descendiente vivo de una larga familia antigua, con historia registrada y respetable. El apellido aparecía en varios documentos genealógicos, como un hilo que se extendía hacia generaciones pasadas.
Volvió sobre la partida de nacimiento una vez más. Leyó otra vez los nombres de los padres, fecha exacta, sello auténtico, la firma del párroco… todo concordaba con lo que debía concordar.
Pasó a las referencias legales, a las constancias de defunción de los padres, a la línea genealógica donde se mencionaban abuelos y bisabuelos con apellidos que nada tenían que ver con los de su propia familia.
Entonces lo sintió.
Un alivio sereno, casi imperceptible al principio, pero firme. La conjetura que la había atormentado comenzaba a deshacerse como una niebla. Había estado confundida, influida por coincidencias, por silencios, por la duda que deja una herida vieja.
Cerró la carpeta con un suspiro lento, más largo del que pretendía, y apoyó la mano sobre los documentos, pero ya no con temor, sino con gratitud silenciosa.
—No es hijo de Mariel —murmuró para sí, apenas audiblemente—. No lo es.
Se recostó en el respaldo de la silla, dejando que los hombros se le relajaran. Las cartas, los registros, las propiedades, los nombres familiares, incluso los sellos eclesiásticos… toda aquella documentación sólida enterraba su sospecha. Era, sin duda, un Whitaker legítimo, y nada en ese linaje lo vinculaba a la sangre de su hija.
Guardó los papeles en la carpeta con sumo cuidado, como quien cierra una puerta que ya no teme abrir. Se puso de pie con dignidad, recobrándose a sí misma, sintiendo que por fin podía respirar sin la sombra de aquel pensamiento.
Cuando salió, el aire de la mañana le pareció más claro.
….
Evelin llevaba más de media hora en el andén, incapaz de quedarse quieta. Se había ganado con esfuerzo el permiso de sus abuelos para ir a recibir a Gabriel, argumentando con total decoro que sería descortés no darle la bienvenida después de un viaje tan largo. Pero la verdad era que lo extrañaba con una ansiedad casi dolorosa.
El aire olía a hierro y a humo reciente. La tarde estaba nublada, dorada apenas por la luz que se filtraba entre las nubes. Evelin se estiraba en puntas de pie cada vez que escuchaba pasos o veía movimiento al fondo de la vía.
El silbato del tren retumbó, y su corazón pareció respondérselo. El convoy se detuvo con un suspiro de vapor, y enseguida comenzaron a descender pasajeros con maletas, sombreros y abrigos oscuros. Ella los observaba uno por uno, los ojos muy abiertos, las manos entrelazadas delante suyo, tratando de no parecer demasiado ansiosa.
Y entonces lo vio. Gabriel descendió del vagón con el porte sereno de siempre y el cabello un poco revuelto. A su lado venía Marcos, aparentemente diciéndole algo. Pero para Evelin el mundo se estrechó a una sola figura.
Una ola de alivio cálido le recorrió el cuerpo. Una felicidad franca, luminosa, que le subió por el pecho como un latido desbordado.
—¡Gabriel! —exclamó, alzando la mano y corriendo unos pasos sin poder contenerse.
Él la vio antes de que terminara de pronunciar su nombre. Una sonrisa, casi involuntaria, le suavizó los rasgos. Marcos lo notó y frunció el ceño sin comprender, mirando a la muchacha que venía hacia ellos.
Gabriel dejó su equipaje en el suelo sin pensarlo. Dio dos zancadas largas para acortar la distancia, y cuando Evelin llegó hasta él, la tomó por la cintura y la alzó apenas del suelo con un giro breve. Ella rió ahogada de emoción y le rodeó el cuello con los brazos.
El abrazo fue cálido, íntimo y sin reservas, como si todo lo demás se hubiese borrado. Evelin le dio un beso rápido, feliz, en los labios, con esa espontaneidad casi descarada que él siempre le permitía. Gabriel apoyó una mano en su espalda como si ese gesto le resultara natural, incluso necesario.