Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 52

Marcos viajaba en silencio dentro del carruaje, con el traqueteo acompasado golpeándole los pensamientos. Afuera, el cielo anunciaba que pronto oscurecería. Apoyó la frente en el cristal y suspiró, sintiendo cómo la familiar sensación de desgano volvía a instalarse en su pecho.

“Otra vez lo mismo”, pensó. La misma rutina, los mismos gestos, los mismos silencios forzados. Y, como si el pensamiento se arrastrara sin permiso a la superficie, apareció ella, Evelin. Cada vez que su imagen cruzaba su mente, algo se le revolvía por dentro. No era solo desagrado: era rechazo, molestia, incluso incomodidad. Y cada vez era más fuerte.

Cuando el carruaje dobló finalmente hacia la entrada principal de la residencia Whitaker, Marcos se enderezó apenas y miró por la ventanilla. Varios empleados estaban fuera, dispersos pero en un mismo espacio: algunos sentados en los escalones, otros charlando de pie, unos cuantos en grupos riéndose de algo. Todos parecían relajados, hasta que vieron acercarse el carruaje.

Las conversaciones se detuvieron, las risas se apagaron. Todos miraron hacia él, atentos.

Apenas el vehículo se detuvo, Marcos bajó del carruaje y, al levantar la vista, lo recibió un aire de alegría colectiva. Sonrisas amplias, ojos cálidos, una especie de entusiasmo que no esperaba.

Él sonrió de lado, levantando una mano con teatralidad.
—¿Y a qué se debe esta bienvenida? ¿Acaso olvidaron que el que se fue, fue el señor Gabriel y no yo?

Las risas fueron inmediatas. Algunos empleados se acercaron sin pensarlo y lo rodearon. Una muchacha lo abrazó primero, luego el cocinero le dio una palmada en la espalda, una de las mucamas le tomó las manos con emoción.

—Lo extrañamos, señor Marcos —dijo una de ellas—. Se siente raro aquí cuando no está.

—Ya hacía falta su alegría en esta casa —comentó otro, sonriendo.

Marcos, sorprendido pero genuinamente conmovido, les devolvía los gestos con afecto. Abrazaba, tocaba hombros, reía.

—Bueno, bueno —bromeó— ¿y todo este recibimiento si el que paga sus salarios no está presente? Porque hasta donde sé, el señor Gabriel todavía no ha llegado.

Las miradas se cruzaron entre los empleados como una corriente silenciosa. El cocinero, que estaba cruzado de brazos apoyado contra una columna, soltó un resoplido divertido y lo miró fijo.

—Llegó hace varios minutos, señor Marcos.

Marcos parpadeó, desconcertado.
—¿Entonces qué hacen todos aquí afuera? ¿Por qué no entran?

El hombre se encogió de hombros y contestó con naturalidad, casi divertido.
—Estamos esperando a que el bullicio baje un poco.

Marcos frunció el ceño.
—¿El qué?

El cocinero levantó una ceja, como si la respuesta fuese evidente.
—Los gemidos, señor. Los de la señorita y el señor. Se escuchan desde el primer piso hasta las cocinas. No se puede entrar sin oírlo… todo.

Una ola de malestar subió de golpe al pecho de Marcos. Su expresión cambió.
—¿Es una broma? —espetó, molesto.

Nadie respondió, pero varias miradas se desviaron hacia la puerta. El silencio hablaba por ellos.

Con el pulso acelerado, Marcos avanzó hacia la entrada. Apenas cruzó el umbral, el zumbido leve del ambiente se quebró por un sonido inequívoco.

Gemidos. Claros, ritmados, inconfundibles. De ella y de él.

Marcos se quedó quieto unos segundos, con la mandíbula apretada. El eco de esa realidad hundiéndosele como un puñal lento.

Avanzó por el vestíbulo con pasos largos y tensos. Cada gemido que alcanzaba a oír desde la planta baja le subía la sangre a la cara, no solo por lo que implicaba escuchar a Gabriel con ella, sino porque sabía que todos los empleados afuera estaban oyendo lo mismo. Sentía rabia, vergüenza ajena y algo más que no quería nombrar.

Subió las escaleras sin detenerse, con el pulso golpeándole en las sienes. A mitad del trayecto, los sonidos se hicieron más nítidos. El eco de un gemido femenino seguido por el de Gabriel lo atravesó como un hierro candente.

Cuando estuvo frente a la puerta de la habitación, percibió las respiraciones agitadas, otro gemido, una risa ahogada y la cama crujiendo.

Marcos perdió la paciencia. Levantó la mano y golpeó la puerta con fuerza, como si quisiera arrancarla de sus bisagras.

—¡¿Se quieren callar, maldita sea?! —bramó, sin medir volumen ni consecuencias—. ¡Se escucha en toda la casa!

El silencio cayó del otro lado como una manta pesada. Los gemidos se cortaron de inmediato. Adentro, el aire quedó suspendido.

Marcos permaneció apenas un instante más frente a la puerta, con la rabia y el desgarro chocándole en el pecho. Luego se giró con brusquedad y caminó hacia su propia habitación.

Cerró la puerta con un golpe seco y se dejó caer de espaldas sobre ella, como si tuviera que impedir que algo o alguien lo siguiera. El aire le quemaba en los pulmones. Sentía rabia, vergüenza, celos y un cansancio profundo que no sabía dónde acomodar.

Se pasó las manos por el rostro con desesperación.
—Idiota… —murmuró, sin saber si se lo decía a Gabriel, a Evelin o a sí mismo.

Estuvo unos segundos quieto, mirando el suelo. El eco de lo que había gritado aún le retumbaba en el pecho, pero la furia empezaba a asentarse, volviéndose un nudo cerrado en la boca del estómago. Le dolía haber reaccionado así frente a todos, pero más le dolía lo que había escuchado.

Finalmente inspiró hondo, se obligó a enderezarse y salió de la habitación. Bajó las escaleras con el ceño fruncido aún, pero con el rostro más sereno.

Afuera, todos seguían esperando.

Marcos empujó la puerta y salió.
—Ya pueden entrar —dijo, sin rodeos—. Y no hagan más comentarios sobre eso.

Hubo un murmullo incómodo, algunos bajaron la cabeza y otros asintieron en silencio.

Marcos lo ignoró y buscó con la mirada al mayordomo.
—Necesito agua caliente para un baño —ordenó—. Ahora.

—Enseguida, señor —respondió el hombre, inclinando la cabeza antes de entrar.




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