Los días siguientes se deslizaron casi con una precisión mecánica. La rutina volvió a instalarse como una vieja conocida: mañanas de reuniones, tardes de cálculos y noches enteras entre papeles, sellos y documentos que sólo Marcos y Gabriel sabían leer sin perder la cordura. Weaver seguía mordiendo el anzuelo con una confianza que les resultaba casi cómica; cada semana invertía un poco más, autorizaba nuevos movimientos, preguntaba menos y celebraba más. Justo como Gabriel lo había planeado.
Entre firma y firma, los empleados empezaron a notar lo de siempre: dos figuras encerradas en el despacho, algunos días hasta el amanecer, luces encendidas hasta que el cielo clareaba, y silencios sólo rotos por el sonido de páginas o una risa fugaz de Marcos cuando Gabriel lanzaba alguna ironía.
Pero no todo giraba en torno a negocios.
Evelin volvio a aparecer con más frecuencia en la vida de Gabriel… y no sólo para desaparecer entre sábanas. Sus abuelos, agotados de discutir, habían cedido un poco y le permitían ausentarse algunas horas extra. Gabriel la veía en su casa, sí, pero ahora también fuera de ella: paseos breves, conversaciones más largas, cenas sin urgencia. Él mismo parecía más suelto, menos distante, como si por momentos se olvidara de mantener sus muros intactos. La miraba distinto. A veces se reía con ella sin darse cuenta. Evelin lo notaba, y se le iluminaba todo el cuerpo de ilusión.
Y entonces llegó esa noche.
La familia Weaver ya estaba enterada, con el debido encanto de Gabriel, de que él quería prepararle una sorpresa a Evelin. Había pedido permiso personalmente, mencionando que pretendía algo “tranquilo, elegante y digno de su nieta”, y los abuelos, confiados y halagados, habían accedido.
El jardín trasero de la casa Weaver se transformó lentamente al caer el sol. Un par de empleados, bajo indicaciones de Gabriel, dispusieron una mesa pequeña entre los rosales, faroles de aceite colgando entre las ramas, mantelería impecable, cristalería delicada y una fuente de flores en el centro. La brisa movía apenas las telas y el cielo comenzaba a teñirse de un azul profundo que prometía una noche clara.
Gabriel llegó antes que ella, revisándolo todo con esa precisión casi irritante que lo caracterizaba. Dio algunas órdenes más, ajustó una silla, volvió a medir con la mirada la distancia de la mesa respecto al camino de piedra.
Solo cuando estuvo conforme, se permitió respirar.
La señora Weaver había logrado sacar a Evelin de la casa con un pretexto débil: que necesitaban revisar unas telas y unas cuentas con la modista. Ambas habían salido por la tarde y regresaron justo cuando el sol cayó por completo.
El carruaje se detuvo frente a la entrada de la residencia. Su abuela bajó con calma, casi ceremoniosa, mientras Evelin se acomodaba el cabello, imaginando que entrarían directamente al interior. Pero la anciana no se dirigió a la puerta principal, si no que tomó un pequeño atajo bordeando la casa, con un disimulo que no engañaba a nadie.
—¿A dónde vamos? —preguntó Evelin, intentando seguirle el paso.
—Al jardín trasero. Quiero ver cómo han florecido los rosales —respondió su abuela, sin siquiera mirar atrás.
Evelin arqueó una ceja, pero la siguió. Cuando doblaron por el sendero empedrado que conducía hacia los jardines de la parte posterior, ella se detuvo en seco.
Gabriel estaba allí. De pie, esperándolas junto a una de las farolas de hierro. No llevaba abrigo, sólo una camisa oscura bien abotonada, las mangas dobladas con cuidado y ese aire que combinaba elegancia con algo peligrosamente íntimo.
Evelin abrió la boca para hablar, pero no le salió voz. La señora Weaver sonrió apenas y dijo, con una tranquilidad ensayada:
—Yo iré a buscar mis anteojos. Vuelvo en unos minutos.
Y desapareció hacia el interior de la casa.
Gabriel avanzó hacia Evelin sin prisa, sin decir nada. Cuando estuvo frente a ella, le sostuvo la mirada apenas un segundo… y entonces, con suavidad, llevó ambas manos a sus ojos.
—Confía en mí —murmuró cerca de su oído—. No mires todavía.
Ella respiró hondo, dejando que él la guiara. Caminó a ciegas sobre el sendero, sintiendo cómo su brazo la sujetaba con firmeza por la espalda baja para evitar que tropezara.
Al rodear el último tramo del jardín, él los detuvo.
—Ahora sí —susurró mientras retiraba lentamente sus manos.
Evelin abrió los ojos… y la sorpresa la estremeció. El jardín trasero se había transformado ante ella.
Se llevó una mano al pecho, sin poder contener la sonrisa.
—Gabriel…
No pudo decir más. Él solo la miraba, y en su expresión había algo entre paciencia, orgullo silencioso y ternura contenida.
Gabriel la observó en silencio unos segundos más, como si quisiera grabarse su rostro sorprendido. Sus ojos tenían un brillo casi infantil.
—Si esa es tu cara de felicidad —murmuró con una media sonrisa—, valió la pena todo el sigilo.
Evelin lo miró con una mezcla de emoción y ternura que no pudo contener. Dio un paso hacia él y, sin pedir permiso, le tomó el rostro entre las manos y lo besó con gratitud, con suavidad, pero tan profundamente que él instintivamente rodeó su cintura para acercarla más.
Cuando se apartaron apenas lo necesario para respirar, ella apoyó su frente contra la de él.
—No sabía que eras capaz de algo así —susurró con una sonrisa que le temblaba de emoción.
—Yo tampoco —respondió Gabriel en voz baja, mirándola sin parpadear—. Nunca he sido el tipo de hombre que deja que alguien vea a través de mí, y sin embargo, aquí estás. Viéndolo todo.
Evelin sonrió más, con los ojos brillantes.
—No necesito verlo todo —contestó, acariciándole la mejilla con los dedos—. Sólo quiero estar a tu lado el resto de nuestras vidas.
Él la miró como si esas palabras hubieran removido algo que llevaba años enterrado. La sostuvo de la barbilla, inclinando apenas su rostro hacia él.
—Evelin… —susurró, casi incrédulo, como si decir su nombre en ese tono lo comprometiera.