El vestíbulo estaba silencioso cuando Marcos cruzaba de paso firme, un legajo de papeles en la mano y la mente aún pesada por lo del día anterior. Justo en ese instante, la puerta principal se abrió y entraron Gabriel y Evelin. Ella tenía el brazo del hombre tomado con delicadeza, hablando en voz baja sobre algo que a él parecía interesarle.
Marcos los vio y soltó, casi sin darse cuenta, un murmullo entre dientes:
—Por Dios…
Giró sobre sus talones con intención de marcharse de inmediato, no quería presenciar ni un segundo más esa imagen. Pero alcanzó a dar solo dos pasos cuando escuchó su nombre.
—Marcos —dijo Evelin.
Él se detuvo y se dio vuelta despacio, como si cada gesto estuviera medido. La miró con el ceño levemente fruncido, sin ocultar que esperaba lo peor.
Para sorpresa de ambos hombres, Evelin respiró hondo y habló con voz suave, contenida.
—Quiero… disculparme por lo de ayer. No debí entrar a tu habitación. Entiendo que tu enojo fue justificado.
Gabriel la miró de reojo, claramente conforme, casi orgulloso de lo que consideró una muestra de madurez.
Marcos le sostuvo la mirada unos segundos. No había simpatía en su rostro, pero sí una especie de reconocimiento seco.
—Gracias —respondió simplemente, sin más adorno.
Mientras tanto, Evelin pensaba con absoluta frialdad detrás de la sonrisa breve que fingía. Había comprendido que si quería desenmascararlo tendría que ser cuidadosa, paciente. En aquella habitación, el libro y esas cartas que no pudo observar le habían dado la certeza de que Marcos escondía algo. Si quería descubrirlo, debía fingir calma, dejar que él bajara la guardia… y esperar su momento.
Marcos apartó la vista de ella y se dirigió a Gabriel.
—¿Nos dejas a solas unos minutos? —preguntó, con un tono neutro que no dejaba claro si estaba pidiendo o exigiendo.
Gabriel vaciló brevemente, mirándolos a ambos. Finalmente asintió.
—No tarden —dijo solamente, y se retiró por el pasillo, aunque no sin cierta duda en la mirada.
En cuanto desapareció de vista, el ambiente quedó suspendido entre ambos, sin testigos.
Marcos esperó a escuchar los pasos de Gabriel alejándose antes de hablar. Se cruzó de brazos y la miró sin una pizca de cordialidad.
—No sabes cómo me rompe el corazón tu disculpa —soltó con una ironía que no disimuló.
Evelin fingió no molestarse. Mantuvo el porte erguido y la voz suave.
—No vine a que me agradezcas nada. Solo pensé que era lo correcto, por el bien de todos.
Marcos arqueó una ceja.
—Se perdona para estar en paz, no para seguir aguantando.
—Tal vez deberíamos solo tratar de decirnos una buena mentira —replicó ella con una media sonrisa—. Al menos delante de Gabriel.
—¿Y cuál sería esa mentira? —preguntó él, cansado.
—Que podemos intentar llevarnos bien. Que somos adultos civilizados… aunque dudemos que sea posible.
Marcos soltó una risa corta, seca.
—Quieres convencerme de que yo no soy capaz de hacer algo que tú sí podrías.
—Yo no dije eso —respondió ella, sin perder la compostura—. Dije que lo hago por Gabriel. No quiero darle más preocupaciones.
Marcos asintió apenas.
—Al menos tenemos algo en común.
Ella sostuvo su mirada.
—Sonreír para no preocupar… ¿no es lo que haces tú también?
Marcos no lo negó.
—Bien, acepto tu… tregua. Pero no cambia nada. Seguiré atento a cada paso que des.
—Yo tampoco pienso bajar la guardia —respondió ella con una calma falsa—. Igual estaré atenta a ti.
Marcos dio un paso atrás, marcando distancia.
—Entonces estamos de acuerdo.
—Lo estamos —asintió ella, con una leve sonrisa que no llegaba a los ojos.
El silencio que siguió fue tan cortante como todo lo que no se dijeron. Ninguno confió en el otro, pero ambos estaban dispuestos a sostener el disfraz el tiempo que fuera necesario.
Cuando Gabriel regresó se detuvo al verlos: seguían allí, separados por un par de metros, cada uno con su postura rígida e inexpresiva. No había gritos, ni miradas de fuego. Solo una calma que él quiso creer auténtica.
—Vaya —dijo con una sonrisa ligera—, mis dos personas favoritas intentando llevarse bien. Esto es casi histórico.
Evelin esbozó una sonrisa perfecta, falsa hasta la última fibra. Marcos lo imitó con una mueca que apenas podía calificarse de cortesía.
—Yo tengo cosas que hacer —anunció Marcos de inmediato, como si esa mínima convivencia ya fuera suficiente por un mes. Hizo una leve inclinación con la cabeza y se marchó sin mirar atrás.
Gabriel observó cómo desaparecía por el pasillo y luego se giró hacia Evelin.
—Ven —dijo suavemente.
Subieron juntos las escaleras y entraron a la habitación de él. Gabriel cerró la puerta tras ellos y se quedó un momento en silencio, evaluándola.
—Estoy orgulloso de ti —le dijo entonces, sin rodeos—. Actuaste con madurez.
Evelin lo miró con una ternura bien ensayada.
—Por ti haría lo que fuera.
Gabriel alzó una ceja, acercándose lo justo para que la distancia fuera íntima sin llegar a ser estrecha.
—También debes hacerlo por ti —murmuró—. Aprende a ser una mujer hecha y derecha. No todo puede girar alrededor de lo que yo necesito.
Ella no discutió. Dio un paso hacia él, levantó la mano hasta su rostro y lo besó con suavidad, como si ese gesto bastara para sellar cualquier pacto. Gabriel correspondió el beso, aunque su mente aún seguía midiendo consecuencias.
El beso de Evelin tenía ese efecto familiar y peligroso: le apagaba el juicio. Gabriel lo sintió de inmediato, como una neblina caliente que se expandía desde el pecho hasta las manos. Cada vez que ella lo tocaba, algo en su mente cedía, como si un músculo agotado se rindiera sin luchar.
No pensaba en Marcos en ese momento. No pensaba en planes, ni en consecuencias. Solo en el perfume que ella llevaba en el cuello, en la calidez de sus labios, y en cómo sus dedos sabían exactamente dónde posarse para desarmarlo.