Marcos caminó por el pasillo en silencio, contando los pasos sin darse cuenta. Solo una vez se permitía ese atrevimiento: ingresar al cuarto de Gabriel sin anunciarse, sin esperar respuesta, sin moderar el tono. Y ese día había llegado.
Empujó la puerta con la misma autoridad con la que otros tocan una campana de alarma y entró sin detenerse. Fue directo a las ventanas, tomó las cortinas y las abrió de golpe. La luz invadió el cuarto como una bofetada.
—Despierta, su Excelencia —anunció con descaro—. El mundo no puede girar si tú sigues babeando la almohada.
Gabriel gruñó algo entre dientes, enredado aún entre las sábanas, y se cubrió la cara con el antebrazo para bloquear el sol.
Marcos se acercó al borde de la cama, lo miró un segundo con mala intención y le agarró el pie por el tobillo. Le dio un tirón seco, lo justo para moverlo unos centímetros.
—¡Oye! —Gabriel se sujetó del colchón como si lo estuvieran arrastrando a la calle, riéndose a medias—. ¿Qué demonios haces?
—Baja ya —dijo Marcos, sin soltarle el pie—. El desayuno está preparado. Y recuerda que esta es la única vez en el año que te despierto con tanta consideración.
Gabriel levantó la cabeza apenas, los ojos entrecerrados, el pelo completamente revuelto.
—¿Así celebras que cumplo años? ¿Intentando echarme de mi habitación?
Marcos le dio otro tirón mínimo, solo por molestar.
—Así es, feliz cumpleaños. Ahora muévete.
Gabriel resopló, medio sonriendo, y se incorporó mientras sacudía el pie para que lo soltara. Se sentó al borde de la cama, pasándose una mano por la cara, todavía medio dormido.
—No recuerdo haberte dado permiso para irrumpir como huracán —murmuró.
—Por suerte para mí, hoy no necesitas recordarlo —respondió Marcos, cruzándose de brazos como si el cuarto le perteneciera.
Gabriel lo miró de reojo.
—¿Qué hora es?
—Hora de que actúes como un ser civilizado y no como un oso invernando —dijo Marcos, acercándose a recoger una de las prendas tiradas cerca de la silla y arrojándola sobre la cama—. Y antes de que empieces a quejarte: hoy te concedo el día libre.
Gabriel arqueó una ceja, desconfiando de inmediato.
—¿Desde cuándo tú repartes días libres?
—Desde que cumples años y te pones insoportable si te hago trabajar —respondió con desparpajo—. Haz lo que quieras: duerme, sal, revienta algo, qué sé yo. Yo me encargo de los papeles y de que nada se incendie en tu ausencia.
Gabriel entrecerró los ojos, evaluándolo.
—¿Tan generoso?
—No lo soy —replicó Marcos con calma—. Solo no quiero escucharte gruñir todo el día mientras intentas leer contratos.
Gabriel soltó una risa breve.
—No sé si confiar en que harás mi trabajo o preocuparme por lo que arruinarás.
Marcos hizo un gesto vago con la mano, quitándole importancia.
—No se te va a caer el apellido por descansar veinticuatro horas. Y si algo se incendia, te prometo que fingiré que no fue culpa mía.
Gabriel se incorporó por fin.
—¿Estás seguro de que no necesitas que revise nada?
—Estoy seguro de que necesito que bajes a desayunar y te calles —dijo Marcos, apuntando hacia la puerta—. Te recuerdo que hice el esfuerzo de despertarte con luz del sol y no con una patada.
—Muy considerado de tu parte —dijo él, mientras tomaba la camisa qué le había tirado.
—Lo sé. Puedes agradecerme después con silencio.
Gabriel se rió entre dientes y empezó a vestirse mientras Marcos esperaba apoyado contra la puerta, golpeando suavemente el marco con los nudillos.
—Date prisa —añadió, girando sobre los talones para salir—. Si llegas tarde a tu propio desayuno me veré obligado a comérmelo, y eso sí sería una tragedia.
Gabriel negó con la cabeza, sonriendo apenas, y lo siguió hacia las escaleras.
El comedor estaba silencioso, todavía con esa calma espesa de las primeras horas. Sobre la mesa habían dispuesto un desayuno más abundante de lo usual: pan tibio, embutidos, frutas cortadas, manteca, dulce, café recién hecho. Gabriel se detuvo un segundo a mirar y luego giró hacia Marcos con una ceja levantada.
—Qué elegante todo esto —dijo en tono burlón, mientras se quitaba los últimos restos de sueño del rostro.
—No te acostumbres —contestó Marcos, moviendo una silla para que Gabriel se sentara—. Hoy es cortesía, mañana vuelvo a tratarte como un patrón malhumorado.
Gabriel se rió y tomó asiento, dejando que Marcos lo empujara con el pie para acomodarlo bajo la mesa.
—Caballeroso, servicial… pensaría que intentas conquistarme.
—Con lo difícil que eres, ni aunque me pagaran —replicó Marcos mientras se sentaba frente a él.
Gabriel sirvió su taza y probó el café, reconoció el sabor que le gustaba y dejó escapar un comentario satisfecho.
—Supongo que esto cuenta como regalo.
—No pude envolverte nada más irritante, así que sí —dijo Marcos, sirviéndose.
Comieron sin apuro. El ambiente era liviano, sin tensión, algo raro entre ellos en los últimos días. De vez en cuando se cruzaban miradas sin necesidad de decir nada.
Hasta que Gabriel, con aire distraído, comentó:
—Si vas a encargarte de todo el papeleo, vas a pasarte el día encerrado en el despacho.
Marcos se encogió de hombros sin inmutarse.
—He pasado días peores. Y si el castigo es soportarte menos, lo considero un sacrificio noble.
Gabriel sonrió apenas.
—No sabía que sufrir por mí te hiciera sentir tan heroico.
—Créeme, podría escribir tragedias —respondió con falsa solemnidad, cortando un trozo de pan.
Un rato después, Marcos lo miró por encima de la taza.
—¿Ya pensaste qué vas a hacer hoy?
Gabriel apoyó el codo en la mesa, girando la taza entre los dedos.
—Evelin me comentó que iba a venir más temprano a visitarme.
Fue solo una frase, pero alcanzó para que el aire se transformará. El gesto de Marcos cambió, aunque intentó que no se notara.
—Claro… tiene que cumplir su cuota de novia devota —dijo con neutralidad cargada.