Los días que siguieron a la firma transcurrieron con una calma engañosa, de esa que sólo precede a los grandes movimientos. La emoción de Gabriel, aunque discreta, se hacía notar en los gestos más pequeños: en la precisión de sus órdenes, en la rapidez con que revisaba los informes y en la manera en que, a veces, al hablar con Marcos, una sonrisa fugaz se le escapaba antes de volver a su expresión habitual.
Weaver, confiado y entusiasmado, venia autorizado una serie de envíos múltiples. La mayoría eran ficticios: barricas vacías, registros falseados, rutas inventadas. Ninguno de los informes despertaba sospecha; los números cuadraban con una perfección casi poética. Cada ganancia, cada balance, reforzaba la ilusión del éxito.
Esa tarde, el bullicio de la bodega llenaba el aire. Los empleados iban y venían entre carretas, sogas y cajas apiladas. El olor a madera húmeda y a vino derramado se mezclaba con el de la tierra tibia.
Gabriel, con una carpeta en la mano, repasaba el inventario con su minuciosa calma. Frente a él, varios hombres cargaban una carreta destinada a un cliente importante: Lord Whitcombe. Era un envío real, y como tal, debía salir impecable.
A unos metros, Marcos trabajaba con la energía que lo distinguía. Llevaba la camisa arremangada hasta los codos, el cabello despeinado y la frente perlada de sudor. Reía con los trabajadores mientras ayudaba a asegurar una de las barricas más grandes, tirando de la soga con fuerza. Su voz y su risa se alzaban por encima del ruido de las ruedas y las órdenes.
Gabriel levantó la vista del papel justo a tiempo para verlo. Durante un instante lo observó sin decir nada: el movimiento de sus brazos, la naturalidad con que se desenvolvía, la manera en que hacía parecer fácil lo que no lo era. Una leve sonrisa se formó en sus labios antes de que su expresión volviera a la compostura habitual.
En ese momento, uno de los empleados se acercó con un paquete rectangular envuelto en papel marrón.
—Señor, esto llegó ayer por la mañana. Lo dejaron con el resto de la correspondencia.
Gabriel lo tomó con curiosidad, observando la etiqueta discreta.
—Gracias. —Luego, alzando la voz—: ¡Marcos!
Él giró la cabeza al escuchar su nombre.
—¿Qué pasa? —preguntó, todavía sujetando la soga.
—Ven un momento —respondió Gabriel, sosteniendo el paquete entre las manos.
Marcos dio unas últimas instrucciones a los trabajadores, se limpió las manos en el pantalón y se acercó con pasos largos, todavía respirando con fuerza por el esfuerzo.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó, curioso, inclinándose apenas hacia el paquete.
Gabriel lo miró con ese aire enigmático tan suyo.
—Algo que llegó para ti.
Marcos arqueó una ceja.
—¿Para mí? ¿Y qué es?
Gabriel hizo un leve gesto con la cabeza hacia el interior del edificio. 
—Acompáñame, y lo sabrás.
Marcos lo siguió, intrigado. Atravesaron el pasillo entre pilas de cajas y barricas, hasta llegar al pequeño despacho al fondo del galpón. El ruido del trabajo se fue apagando detrás de ellos cuando Gabriel cerró la puerta.
El espacio era pequeño, pero acogedor: un escritorio cubierto de papeles, dos sillas, una repisa, un aparador con botellas de vinos, el aroma a madera y vino impregnando el aire. Gabriel colocó el paquete sobre el escritorio y lo empujó hacia él.
—Ten —dijo—. Llegó ayer.
Marcos lo miró con desconfianza divertida. 
—Si esto explota, haré que me entierren contigo.
—No te daría algo tan útil —replicó Gabriel con una sonrisa casi imperceptible.
Marcos rompió el papel y apartó la cuerda. Al desplegar el envoltorio, encontró un chaleco de corte elegante, de tela oscura y suave, con botones que brillaban ligeramente a la luz. Lo levantó, asombrado.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó, aunque la sonrisa que se le escapó lo delataba.
Gabriel apoyó una mano en el escritorio y dijo con su tono más seco:
—Parezco un hombre decente al lado de ti, y eso no puede ser. Vi ese chaleco hace unas semanas y pensé: “¿qué objeto inútil le falta a la cara de este mendigo disfrazado de caballero?”
Marcos soltó una carcajada. 
—Eres un idiota. Un elegante idiota.
—Y tú un desastre con piernas —replicó Gabriel sin perder la compostura.
Marcos giró el chaleco entre sus manos, sorprendido por la calidad. 
—¿Y lo compraste pensando en mí?
Gabriel alzó una ceja. 
—No exageres. Lo compré porque tus harapos me estaban ofendiendo la vista.
Marcos fingió una reverencia exagerada.
—Qué detalle tan desinteresado.
—Pruébatelo —ordenó Gabriel, cruzándose de brazos.
Marcos lo miró con una mezcla de burla y desconcierto. —¿Aquí?
—¿Hay algún otro sitio donde quieras hacerlo? —replicó él con calma.
Marcos rió y se quitó la chaqueta. El movimiento fue rápido, descuidado. Se colocó el chaleco y abrochó los botones uno a uno, bajo la mirada silenciosa de Gabriel. Cuando terminó, se giró sobre sí mismo con aire de galanteo.
—Bueno… ¿y?
Gabriel lo observó unos segundos sin responder. Le quedaba perfecto: marcaba su postura, afinaba su figura, acentuaba sus hombros y el porte natural que a veces escondía bajo su torpeza.
—Te queda bien —dijo finalmente, con voz baja.
Marcos sonrió, triunfante. 
—No esperaba menos de mi modisto personal.
Gabriel bufó, girando la vista hacia los papeles para tomar algunos. 
—No te acostumbres.
Marcos apoyó una mano en el escritorio, inclinándose hacia él.
—¿Desde cuándo te fijas tanto en mi ropa, eh?
—Desde que la tuya amenaza con desintegrarse cada vez que respiras —respondió sin levantar la mirada.
Marcos rio por lo bajo. 
—Admito que esto supera mis expectativas.
Gabriel lo miró de repente, y sus ojos se encontraron por un segundo.
—Supuse que te vendría bien. El que usas está hecho trizas.
Marcos sostuvo su mirada, aún con esa sonrisa en los labios. —Supusiste bien. —Le dio una palmada en el hombro—. Pero cuidado, Gabriel, si sigues así voy a empezar a pensar que tienes corazón.