El sol aún colgaba alto en el cielo cuando Marcos llegaba al burdel. El galope de Tzar se fue apagando hasta convertirse en un trote cansado frente a la entrada de la casona.
Descendió del caballo con un movimiento algo torpe, con el rostro tenso y la mirada perdida. Se notaba en su porte la fatiga, pero más que cansancio físico, era ese abatimiento que nace del alma. Se acercó a la puerta y golpeó con los nudillos.
El sonido hueco retumbó un instante antes de que la madame del lugar, elegante y con gesto calculadamente amable, abriera. Vestía un vestido oscuro, ceñido, y llevaba el cabello recogido en un moño prolijo.
—Buenas tardes, señor —dijo con una sonrisa profesional—. ¿Busca compañía? Tenemos señoritas hermosas disponibles.
Marcos desvió la mirada, nervioso.
—No… —respondió, pasándose una mano por el cabello—. Estoy buscando a Ivy.
La mujer lo observó con un matiz de curiosidad.
—¿A Ivy? —repitió, como repasando mentalmente los nombres—. ¿La conoce, entonces?
—Sí —dijo él con rapidez—. Es una amiga.
La madame lo evaluó unos segundos más, sin borrar la sonrisa. Luego asintió y se hizo a un lado.
—Espere en el salón. Voy a enviar a alguien por ella.
Marcos cruzó el umbral y entró. El ambiente estaba cargado de perfume, algunas risas y el sonido lejano de un piano. La luz que se filtraba por las cortinas creaba una penumbra dorada que parecía flotar en el aire. Se sentó en uno de los sillones, con las manos entrelazadas y el pulso aún agitado por la mezcla de rabia y tristeza que no lograba dominar.
Pasaron apenas unos minutos antes de que la cortina lateral se moviera e Ivy apareciera. Vestía una falda de tono crema y el cabello suelto, cayendo en ondas. Al verlo allí, su expresión cambió de inmediato: la sorpresa se tornó preocupación.
—Marcos… —susurró, avanzando hacia él—. ¿Qué haces aquí?
Él se puso de pie al instante y, sin decir palabra, la abrazó. Ivy lo sintió rígido, con la respiración temblorosa contra su cuello. No lo soltó.
—Ven —dijo en voz baja, rozándole el brazo—. Vamos arriba.
Él asintió, y la siguió hasta una habitación donde apenas entraba la luz por las cortinas claras. El aire estaba quieto, con un olor tenue a incienso. Ivy cerró la puerta y lo observó con atención mientras él se sentaba al borde de la cama, con la cabeza baja.
Ella se acomodó en una silla frente a él, apoyando los codos en las rodillas, esperándolo.
Marcos habló al fin, con un hilo de voz.
—Me siento mal.
Ivy asintió despacio. No preguntó nada, solo esperó.
Con el paso de los minutos la charla empezó a fluir. Las palabras que le salían a Marcos eran entrecortadas, como si cada una le pesara al atravesarle la garganta. Le contó a Ivy lo que había pasado esa tarde, lo que había visto y escuchado. El tono de Gabriel, tan sereno, tan real cuando le decía a Evelin que la amaba. Eso, dijo, fue lo que le rompió el pecho.
Le relató también sobre todo lo demás, con una mezcla de tristeza e incredulidad: las veces que Gabriel lo había rozado, esos gestos breves que parecían tener un significado oculto. Le habló de aquella vez en el sillón, cuando se había recostado sobre su pecho, del anillo que él mismo le había regalado y del modo en que Gabriel lo había mirado al recibirlo. Del chaleco que le había comprado hacía apenas unos días, con esa mirada cómplice que ahora no sabía cómo interpretar. También mencionó su viaje a París, los días compartidos, las risas, las pequeñas cosas que lo habían hecho creer que había algo entre ellos.
Y, casi al final, nombró a Héctor, ese hombre que había conocido, que lo miró con ternura dispuesto a escuchar sin esperar nada a cambio.
Ivy mantenía la mirada fija en él. A ratos se le fruncía el ceño, suspiraba, preguntaba o comentaba algo.
—Gabriel te confunde —dijo al fin, rompiendo el silencio con voz suave, pero segura—. Por lo que cuentas, es como si no supiera lo que quiere. Un día te acerca y al otro te deja a la intemperie.
Marcos bajó la mirada.
—Sí —susurró—. Pero yo… yo pensé que estaba empezando a sentir algo. Que estaba percibiendo lo mismo que yo. Había momentos en los que lo creía con todo el cuerpo, ¿sabes?
Ivy asintió despacio.
—Y después te das cuenta de que no.
—Después me doy cuenta de que ama a Evelin —dijo él con una sonrisa amarga—. Y que yo solo soy su amigo, su hermano. Alguien a quien quiere, pero no de ese modo.
Hubo una pausa. Ivy se levantó del asiento y se acercó a él, poniéndose frente a sus rodillas. Le tomó el rostro entre las manos con ternura.
—Marcos —le dijo, mirándolo a los ojos—. Amarlo es un juego perdido. No porque no lo merezcas, sino porque él ya está en otro lugar. Y tú estás ahí, esperando algo que no va a llegar.
Marcos respiró hondo, conteniendo un temblor.
—Ivy, no sé cómo soltarlo. Siento que si lo dejo ir… me quedo sin nada.
Ella negó con la cabeza, despacio.
—Estás tan adelantado que olvidás lo que necesitás ahora —le dijo—. Tranquilidad, paz. Alguien que te quiera sin enredos—. Le acarició el cabello, bajando el tono y agrego—. Gabriel no va a darte eso si ama a esa mujer.
Marcos la miró en silencio, con los ojos vidriosos. Ivy se enderezó un poco y añadió con una sonrisa leve:
—Ese tal Héctor del que me hablas, suena a alguien bueno. Quizás deberías dejar que se acerque, dejar que te quiera un poco. A veces el cariño empieza ahí, cuando ya no se espera nada.
Marcos soltó un suspiro largo y miró hacia un costado.
—No sé si puedo —dijo con un hilo de voz—. Pero sé que tienes razón. Gabriel solo me lastima… y no es su culpa. Soy yo el que sigue buscando algo que no existe.
Ivy se sentó a su lado, cruzando una pierna sobre la otra.
—Entonces deja de buscarlo. Al menos por un tiempo.
—Sí… —murmuró él—. Tengo que dejarlo ir.
Ella le apoyó la cabeza en el hombro, sin decir más. El silencio se instaló entre ambos, cálido, como un respiro después de una tormenta.