El bullicio del salón comenzaba a apagarse. Algunos clientes se marchaban tambaleando, otros reían aún con las copas vacías. El humo se disipaba lentamente, dejando en el aire ese aroma a tabaco y perfume que siempre quedaba flotando cuando la noche estaba por morir.
Marcos seguía allí, en el mismo sillón, con el cuerpo ladeado y los párpados pesados. Tenía la chaqueta desabrochada y la mirada perdida en el borde de su copa vacía. La sonrisa que había usado toda la noche se le había borrado sin que se diera cuenta.
Ivy se acercó despacio, esquivando a un par de chicas que aún charlaban en voz baja. Lo miró unos segundos en silencio. Había algo en su postura, en ese modo de sostener la cabeza con una mano, con los dedos hundidos en el cabello, que le dio ternura. Se agachó un poco, apoyando una mano en su hombro.
—Marcos —dijo con suavidad—, ya es tarde. No puedes irte así.
Él alzó la vista, sonriendo apenas, con los ojos vidriosos.
—No te preocupes, puedo montarlo… digo, al caballo… —rió débilmente—. No es la primera vez que vuelvo tarde.
—Justamente por eso —replicó Ivy, negando con la cabeza—. No vas a llegar ni a la puerta. La madame me dijo que puedes quedarte esta noche. Hay una habitación libre.
—No quiero ser una molestia —respondió él, llevándose una mano al pecho como si aún guardará un resto de dignidad—. Bastante hicieron ya conmigo, dándome de beber y escuchando mis tonterías.
Una de las muchachas, que seguía cerca del grupo, se rió.
—Si la madame dejó que te quedaras, es porque le caíste bien, cielo —dijo con picardía—. Créeme, si no fuera así, ya te habría echado hace rato.
Marcos soltó una risa cansada, bajando la mirada hacia el vaso vacío.
—Vaya honor, entonces no tengo escapatoria.
Ivy le sonrió, extendiendo una mano
—Vamos, antes de que te duermas aquí mismo.
Él la miró un instante, luego asintió. Se incorporó con cierta torpeza, apoyándose en su brazo, y dejó la copa sobre la mesa. Mientras caminaban por el pasillo hacia las habitaciones, el eco de las risas y la música se fue apagando detrás de ellos.
La madame los observó desde el mostrador, con los brazos cruzados y una sonrisa apenas perceptible, como quien sabe más de lo que dice.
Ivy abrió la puerta de un cuarto, con una cama sencilla y una lámpara de aceite encendida.
—Puedes quedarte aquí. Mañana, cuando estés mejor, podrás marchar.
Marcos la miró, aún con esa media sonrisa melancólica.
—Eres demasiado buena conmigo, Ivy. —Se dejó caer sobre la cama, exhalando un suspiro largo—. Prometo no roncar.
Ella rió por lo bajo, apagando la lámpara.
—Descansa, Marcos. Ya hiciste bastante por hoy.
La puerta se cerró despacio, dejando la habitación en penumbra. Marcos se recostó de lado, mirando el techo un momento antes de cerrar los ojos. Era la primera vez que no pensaba en Gabriel antes de dormirse.
….
La luz entraba tenue por la rendija de la cortina, dorando el polvo suspendido en el aire. Marcos abrió los ojos lentamente, con la mente aún entre sueños y realidad. Le tomó unos segundos recordar dónde estaba. El techo desconocido, el aroma a perfume dulce, el leve murmullo de voces femeninas detrás de la puerta… y entonces sonrió, con cierta ironía.
Se pasó una mano por el rostro, notando la pesadez en la cabeza. Una resaca amable, de esas que no duelen, pero que recuerdan una noche larga. “Bueno, al menos sigo vivo”, pensó, dejando escapar una risa suave al oír una carcajada femenina al otro lado del pasillo.
Justo entonces, golpearon la puerta.
—Un momento —dijo él, incorporándose con torpeza. Se pasó los dedos por el cabello, se ajustó la camisa y fue a abrir.
Del otro lado estaba la madame, impecable como siempre, con su vestido oscuro y un abanico cerrado en la mano. Detrás de ella, asomaban algunas de las muchachas, curiosas, sonriendo con descaro.
—Buenos días, caballero —dijo la madame, con una media sonrisa que apenas suavizaba su porte severo.
—Buenos días —respondió Marcos, rascándose la nuca, aún medio dormido.
—Queríamos asegurarnos de que estabas despierto —continuó ella—. Las chicas y yo vamos a desayunar y pensamos que te gustaría acompañarnos.
Marcos parpadeó, sorprendido.
—¿Con ustedes? —preguntó, sonriendo con un toque de incredulidad—. Me siento honrado.
—Entonces aceptas —replicó la madame sin dejarle opción.
Las chicas, detrás, soltaron risas. Una de ellas murmuró “qué guapo se ve incluso despeinado”, y otra añadió entre risas: “imagínatelo con traje”.
Marcos las miró con fingida seriedad.
—Así que este es mi recibimiento matutino… tendré que venir más seguido.
Las muchachas rieron con ganas. Hasta la madame dejó escapar una sonrisa leve antes de darse la vuelta.
—Te esperamos en la mesa, querido. No tardes —dijo, alejándose con elegancia.
Marcos cerró la puerta, aún sonriendo, y se quedó unos segundos en silencio. La cabeza le dolía un poco, pero el pecho se sentía más liviano. Considero que el amanecer no lo encontraba pensando en lo que perdió, sino agradecido por lo que aún tenía.
Unos minutos después, llamaron otra vez a la puerta. Marcos abrió y se encontró con Ivy sonriendo, fresca y animada, con el cabello suelto y un vestido sencillo color lavanda.
—Así que aquí estás, durmiendo como un rey —dijo ella divertida—. Ven, todas te están esperando. Créeme, están emocionadas; es la primera vez que un hombre se queda a dormir hasta el día siguiente.
Marcos soltó una leve risa.
—¿De verdad? Entonces ya tengo un récord en este lugar —bromeó—. Espero que no me cobren estadía.
Ivy rió, divertida, mientras lo guiaba por el pasillo, caminando entre las paredes tapizadas con cortinas rojas.
Antes de doblar hacia las escaleras, ella se detuvo. Lo miró con esa mezcla de dulzura y curiosidad.
—¿Cómo te sientes? —preguntó en voz baja—. ¿Estás mejor?