Apenas el sonido de la puerta resonó en el vestíbulo, Gabriel se asomó desde el pasillo con una rapidez que intentó disimular. En el fondo, esperaba ver a Marcos entrar, quizá con esa media sonrisa suya y algún comentario que justificara su ausencia. Tenía ya preparadas unas cuantas palabras para reprenderlo por su osadía de desaparecer sin aviso.
Pero cuando el mayordomo se hizo a un lado, la figura que cruzó el umbral no fue la de Marcos, sino la de Evelin, radiante como de costumbre.
Gabriel sintió cómo la preocupación volvía a caerle encima con el peso de una piedra. Fingió serenidad, saludándola con cortesía, pero en su interior algo se tensó aún más.
Durante el almuerzo, la tensión se hizo evidente. Evelin notó que él apenas probaba bocado. Su plato seguía casi intacto, el vino sin tocar. Cada tanto, Gabriel movía los cubiertos sin intención real de comer, con la vista fija en algún punto más allá de la mesa. Su rostro se mantenía sereno, pero había en su mirada un cálculo constante, una espera.
Ella intentó sacar conversación, hablar del día, del clima, incluso del collar que ahora llevaba puesto, pero sus palabras parecían rebotar en el aire. Gabriel apenas le devolvía monosílabos, sin sonreír una sola vez desde que ella había llegado.
Evelin dejó los cubiertos con un leve tintineo, exhalando con cierta molestia.
—No puedo evitar notar que estás ausente, Gabriel —dijo, observándolo con una mezcla de curiosidad y fastidio—. Supongo que tiene que ver con tu querido amigo, ¿no?
Gabriel alzó la mirada despacio.
—¿Qué dices? —preguntó, sin alterar el tono, aunque en sus ojos se percibió un destello.
—Que no está —replicó ella, encogiéndose de hombros—. Y sinceramente, se siente mejor la casa así, más tranquila. Ya sabes cómo llena todo con su ruido, sus fastidios, sus maneras.
El silencio que siguió fue helado. Gabriel dejó los cubiertos sobre la mesa con gesto preciso, casi meticuloso. Luego la miró directamente.
—Ten cuidado con lo que dices, Evelin —murmuró, con una calma que no disimulaba el enfado—. No vuelvas a hablar así de él.
Ella parpadeó, sorprendida por el tono.
—Solo he dicho lo que pienso —contestó, intentando mantener la compostura.
—Entonces piénsalo en silencio —replicó Gabriel, sin apartar la mirada—. No es a ti a quien le corresponde juzgarlo.
El ambiente se volvió denso, casi irrespirable. Evelin bajó la vista al plato, ofendida, mientras Gabriel se reclinaba en la silla, reprimiendo la necesidad de levantarse de inmediato y salir a buscarlo.
En los siguientes minutos ella ya había dejado de comer. Entonces observó a Gabriel, sintiendo cómo la distancia entre ambos crecía con cada segundo que él permanecía callado.
—¿Sabes? —dijo al fin, tomando un sorbo de su copa y dejándola con un golpe seco sobre la mesa—. Si mi presencia te resulta tan poco notoria, quizá lo mejor sea que me vaya.
Gabriel le dirigió la mirada lentamente.
—Si eso crees conveniente, hazlo —respondió con serenidad, pero sin un atisbo de amabilidad tampoco.
Evelin lo miró, incrédula.
—¿Eso crees conveniente? —repitió, elevando la voz—. ¿Eso es todo lo que tienes para decirme?
Él sostuvo su mirada sin pestañear.
—No me parece correcto fingir que todo está bien cuando no lo está —dijo con calma—. No tengo ánimo para discutir, Evelin. Si prefieres irte, no te detendré.
—¿Entonces me estás echando? —replicó, la indignación subiendo en su tono.
—Te estoy dejando decidir —respondió él, tajante—. Pero no puedo darte la atención que esperas ahora mismo.
Evelin lo observó unos segundos, entre dolida y furiosa, sin comprender la frialdad en su rostro.
—Es increíble —susurró, poniéndose de pie con un movimiento brusco—. Ni siquiera sé por qué me esfuerzo.
—Yo tampoco —replicó Gabriel sin levantar la voz.
Ella se quedó helada ante la respuesta. Le lanzó una última mirada, cargada de enojo, y se giró. El taconeo de sus pasos resonó en el piso mientras salía del comedor.
Gabriel permaneció sentado un momento más, mirando el plato frente a él, los restos intactos de una comida que nunca probó. Esperó unos minutos, lo justo para oír el carruaje de Evelin alejarse por el camino.
Entonces se levantó, con una sola idea en la cabeza.
Subió a su habitación, se colocó las botas de montar y bajó las escaleras con pasos decididos. Afuera, el viento comenzaba a levantar polvo. El cochero, que ya tenía a Taiko ensillado, se apresuró a sujetar las riendas cuando vio la expresión de su patrón.
Gabriel montó de un salto, se acomodó y, sin decir una palabra más, espoleó al caballo. El animal respondió con fuerza, y en pocos segundos ya cruzaba el portón principal al galope.
Mientras avanzaba por el camino, Gabriel repasaba mentalmente las posibilidades. Podría estar en la casa de Eduardo, pensó. Tal vez decidió ir a visitarlo, a despejarse un poco. La idea lo tranquilizó apenas, lo suficiente para tener un rumbo claro.
….
Apenas iba llegando a la residencia Pembroke aflojó las riendas de Taiko mientras se acercaba por el camino principal. Cuando cruzó el portón, distinguió dos figuras en la entrada: Eduardo y, frente a él, una mujer de vestido claro y cabello recogido.
La reconoció de inmediato, era Clara.
Gabriel redujo el paso del caballo justo cuando Eduardo se inclinó para besarla, un gesto suave, claramente afectuoso.
Al levantar la vista, Eduardo lo vio acercarse y se sobresaltó un poco, aunque enseguida compuso su sonrisa.
—¡Señor Whitaker! —exclamó con aire despreocupado—. Qué sorpresa verlo por aquí.
Clara, algo sonrojada, se giró también.
—Señor Gabriel —saludó con cortesía, bajando la mirada apenas.
Gabriel desmontó con un movimiento rápido, sujetando las riendas con una mano.
—Señorita Clara —respondió con una inclinación ligera de cabeza. Luego, mirando a Eduardo, añadió con tono firme—: Necesito hablar contigo un momento. Es importante.