Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 66

Apenas dejaron los caballos en el establo y cruzaron el umbral, Gabriel giró bruscamente hacia Marcos. No dijo nada al principio, pero su mirada lo decía todo: dura, contenida, con ese filo que Marcos pocas veces había visto dirigido hacia él. La tensión se le marcaba en los hombros, en la mandíbula apretada, incluso en la forma en que respiraba.

Marcos sintió el peso de aquel silencio como si le hubiesen echado un baldazo de agua helada. No necesitaba que Gabriel hablara para entender lo que pensaba.

—Al despacho. Ya —ordenó Gabriel, con voz grave.

Marcos no respondió. Asintió apenas y lo siguió escaleras arriba, sabiendo exactamente lo que le esperaba. En su cabeza ya escuchaba el discurso que venía: la imprudencia, la irresponsabilidad, el no pensar en nadie más que en sí mismo. Lo había escuchado antes. Y, para ser sincero, sabía que esta vez se lo había ganado.
Cuando entraron, apenas Marcos cruzó la puerta, Gabriel la cerró de un portazo que retumbó entre los estantes llenos de libros. El sonido dejó vibrando el silencio en el aire.

Gabriel avanzó un paso hacia él, los ojos encendidos.
—¡Eres un maldito idiota! —espetó—. ¡Una nota, al menos! ¡Una maldita nota!

Marcos bajó la mirada por un segundo sin perder la compostura, pero lo bastante lúcido como para no intentar justificarse.
—Lo sé —respondió con calma, pero sin descaro—. Lo sé. Debí dejarla.

—¿Sabes cuántas malditas cosas pensé? —continuó Gabriel, avanzando otro paso—. ¿Cuántas posibilidades atravesaron mi cabeza mientras tú estabas desaparecido? Un caballo caído, un asalto, un accidente, un cuerpo tirado en algún camino.

Marcos cruzó los brazos, ladeando la cabeza con una media sonrisa sobradora.
—Y sin embargo, aquí estoy. Sano, salvo y bastante bien desayunado, debo decir.

Gabriel apretó los dientes.
—¿Todo para qué? ¿Para pasar el día debajo de las sábanas con tu prostituta?

Marcos dejó de sonreír. Lo miró fijo, con una ceja en alto.
—Mira qué delicado el caballero… —soltó con sarcasmo—. ¿Desde cuándo te importa dónde meto la entrepierna?

—No es cuestión de eso. —Gabriel se enderezó, recuperando la rigidez de su postura habitual—. Hablo de reputación. De conducta. Un caballero no desaparece un día entero para revolcarse sin avisar a nadie.

—Entonces encárgate tú de dar el ejemplo —replicó Marcos, con tono punzante—. Ocúpate de tu mujer y déjame en paz.

Gabriel frunció el ceño.
—¿Mi… qué?

—Tu mujer —repitió Marcos con fastidio—. Evelin. Con lo tan enamorado que estás, dudo que te quede tiempo para pensar en otra cosa.

Por un segundo, el silencio se hizo más pesado. Gabriel apenas pestañeó, pero se notó el golpe.
—¿Qué quieres decir?

Marcos bufó con burla.
—No soy ciego, Gabriel. Te he visto. La miras con ojos que brillan más que el cielo azul en primavera ¿Crees que no me doy cuenta?

Gabriel estaba decidido a negarlo.
—No estoy…

—Oh, por favor —lo interrumpió Marcos con ironía—. Me hice el tonto pero es evidente. Y te lo diré aún más claro: si hubieras sido sincero desde el principio, no habría habido una maldita manera de que tú te enamoraras de ella tan rápido.

Gabriel sostuvo su mirada. Por un momento pareció que iba a negarlo nuevamente. Pero en lugar de eso, inhaló despacio y habló con voz grave, firme.
—Sí. Estoy enamorado de ella.

Al escuchar esas palabras Marcos soltó una risa seca. Se dio la vuelta y se dejó caer en la silla frente al escritorio, dándole la espalda con toda la intención del mundo.
—Y dijiste que la dejarías en paz cuando todo esto terminara —dijo con sorna—. Todo un hombre de palabra, ¿eh?

Gabriel no se movió de su sitio.
—Lo sé —respondió con voz baja—. Pero ella no se irá.

Marcos ladeó la cabeza, como si necesitara procesarlo.
—Pero tú dijiste que…

—Sé lo que dije —lo interrumpió Gabriel—. Aún así, las cosas han cambiado.

Hubo un silencio denso. Marcos no lo miraba, pero su tono lo delató, áspero y herido.
—¿Cuántos secretos puedes guardar, Gabriel?

Fue recién entonces que Gabriel avanzó. Se aproximó al escritorio, sentándose en el borde frente a él, obligándolo a levantar la mirada.
—No hay nada que puedas hacer, ni decir —respondió Gabriel con firmeza—. No lo puedo evitar.

Marcos apoyó los codos en las rodillas, observándolo con una mezcla de cansancio y sonrisa amarga.
—Entonces cuéntame… —susurró—. ¿Cuál es el final feliz de todo esto?

Gabriel sostuvo su mirada. Y esta vez respondió sin disfraz, sin armadura.
—Estoy intentando la felicidad. Tú mismo lo dijiste… no todos los amores terminan mal.

Marcos soltó una breve risa por la nariz, sin humor.
—Y lo sigo creyendo —respondió, intentando que sonara firme, aunque la voz se le quebró apenas en la última sílaba.

Gabriel lo notó, pero no lo señaló. Simplemente continuó, como si no hubiera escuchado ese temblor.
—Ella realmente me agrada.

Marcos apretó la mandíbula y asintió lentamente, mirando hacia otro lado para no delatarse.
—Es bueno que así sea —murmuró, recomponiéndose como si nada.

Gabriel dejó que ese silencio se extendiera unos segundos antes de cambiar el rumbo de la conversación.
—¿Por qué te fuiste?

Marcos ni siquiera titubeó al mentir.
—Necesitaba hablar con alguien. Salir de esta casa antes de estallar. Nada más.

Gabriel lo observó detenidamente. El desorden en su cabello, la ligera hinchazón bajo sus ojos, la postura cansada. Bajó un poco la voz.
—Cuando te sientas así, cuando estés solo o deprimido —dijo con suavidad contenida— también estaré aquí para hablar. No hace falta que desaparezcas para buscar en otro lado.

Marcos esbozó una sonrisa torcida, amarga.
—Preferiría evitar que me juzgues por desahogarme con una prostituta —replicó con sarcasmo, intentando cubrir lo que esa frase le había provocado.

—Preferiría saber que estás bien —respondió Gabriel con dureza tranquila.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.