Gabriel empezó a notar un cambio en los días subsiguientes que al principio no supo nombrar, pero que pronto se volvió imposible de ignorar: Marcos estaba más callado. No frío, porque jamás lo sería con él, pero sí contenido. Más medido en las palabras, en las risas, en los gestos. Ya no se detenía a bromear a media tarea ni se permitía aquellos comentarios sarcásticos que, por alguna razón, parecían alegrarle el día a Gabriel más que cualquier otra cosa.
Y aunque todo seguía funcionando como siempre: el trabajo, las conversaciones, las comidas que compartían; había algo distinto. Una leve distancia. Como si Marcos hubiera decidido, sin decirlo, pararse medio paso más atrás.
A Gabriel aquello le molestaba. No de forma violenta, sino como una incomodidad que no sabía dónde acomodar. Una especie de vacío pequeño pero constante. Por eso, sin importar cuán serio estuviera Marcos, él encontraba manera de arrancarle alguna sonrisa, breve, casi resignada, pero sonrisa al fin; de rozar la mano al pasarle un documento, de apoyarle la palma en la espalda al cruzar puertas estrechas o de empujarle el hombro con fingida impaciencia cuando lo veía demasiado concentrado. Y lo peor, o lo mejor, era que lo hacía sin poder contenerse.
Su plan tampoco quedaba atrás, había considerado que era el momento de avanzar. Weaver llevaba semanas engordando el trato, evaluando cifras, midiendo palabras. Y aunque las ganancias iban creciendo, faltaba el golpe final: obligarlo, sin que se notase, a convencerse de que el gran envío era una idea suya.
La noche anterior, él y Marcos se habían quedado hasta tarde recopilando y elaborando registros de ventas, cartas de intención y balances preparados para impactar. Los documentos iban ahora ordenados en una carpeta entre ambos, sobre el asiento del carruaje que, con paso firme, los llevaba hacia la bodega donde se reunirían con Weaver.
Dentro del coche, el traqueteo acompañaba un silencio que se había vuelto costumbre.
Gabriel miró de reojo a Marcos, que se encontraba con los brazos cruzados, mirando por la ventana, como si el paisaje le importara más que la reunión.
—Hay que hacer que Weaver acepte realizar ese envío. O al menos que se vaya con la duda —dijo Gabriel, sin rodeos.
Marcos giró apenas la cabeza, lo observó un instante y luego asintió despacio.
—Lo hará.
Gabriel estudió su perfil.
—No solo lo hará. Va a creer que siempre quiso hacerlo.
Una esquina del labio de Marcos se curvó apenas, entre cansancio y admiración.
—Eres un demonio.
Gabriel soltó una leve exhalación, casi una risa.
—Y tú hoy vas a ser mi cómplice.
Marcos volvió la mirada hacia el camino que se abría frente a ellos. Y aunque no dijo nada, su mano descansando junto a la carpeta se tensó apenas, como si aquello, trabajar codo a codo con él, fuese lo único que aún lo sostenía.
Apenas el carruaje se detuvo, Gabriel asomó la cabeza por la ventanilla y frunció levemente el ceño.
—Ya están aquí —murmuró, más para sí que para Marcos.
El coche del señor Weaver aguardaba frente al portón, reluciente bajo el sol. Al bajar, también lo hicieron Weaver y Evelin. Ella portaba un vestido en tono azul profundo que resaltaba contra el gris del galpón; llevaba un sombrero con un velo apenas inclinado sobre una mejilla. Se veía encantada de estar allí, como si la escena entera fuese una visita de cortesía y no una transacción decisiva.
—Señor Weaver —saludó Gabriel con una ligera inclinación—. Le ruego disculpe que lleguemos después que usted.
—En absoluto —respondió el hombre con tono cordial—. Llegamos antes de lo previsto. El camino estaba despejado.
Evelin, sonriente, se acercó para tomar el brazo de Gabriel, gesto natural en ella, pero que a Marcos le produjo un pinchazo en el estómago. No hizo mueca alguna; respiró hondo, endureciendo apenas la mandíbula.
“No me importa. No debería importarme”, se dijo. Pero igual apretó los dedos en un puño.
Gabriel lo miró por sobre el hombro, haciéndole un gesto leve, una inclinación de ceja casi imperceptible, como si le dijera que se controlara.
Entraron al galpón. El olor a madera, a vino aún reposando en los barriles apilados, llenaba el aire como una presencia antigua. Se detuvieron frente a una mesa amplia donde aguardaban copas limpias y botellas sin etiqueta.
—Antes de hablar de números —comenzó Weaver, mientras tomaba una copa—, quisiera decirles algo. Hace unos días asistí a una reunión de caballeros… ya saben, esas tertulias donde se discute de todo menos de lo importante, hasta que aparece una buena historia. Y alguien, no sé quién, mencionó el vino. “El mejor que hemos probado en años”, dijo.
—¿De veras? —intervino Evelin con una sonrisa orgullosa—. Entonces ya tienen fama sin buscarla.
—La fama siempre llega cuando no se la persigue —apuntó Gabriel, sirviendo con elegancia una copa para cada uno.
—O cuando alguien la merece —añadió Marcos, con una media sonrisa fugaz.
Weaver asintió satisfecho.
A continuación, Gabriel abrió la carpeta de cuero que llevaba bajo el brazo. Extendió sobre la mesa los registros de los envíos ya realizados, prolijos, alineados como un ejército en formación.
—Los despachos pequeños se mantienen constantes —explicó—. Y, como siempre, aquí está su parte.
Entregó un sobre sellado. Weaver lo tomó, evaluando el contenido con una leve sonrisa.
—Ordenado. Como me gusta.
—Y esto —intervino Marcos, acercándose un paso mientras desplegaba otras hojas— son las últimas cuatro cartas recibidas en apenas dos semanas. —Señaló la primera—. El posadero de Roldán dice que, si le mandamos veinte barriles más, asegura plaza fija para todo el año. —Pasó a las otras—. El señor Valdés, de Rosario, pide ampliar el pedido a doble de lo habitual; y aquí, dos comerciantes de San Nicolás solicitando volumen adicional con intención de compra mayorista.
Weaver arqueó las cejas.
—Eso es una cantidad elevada… Y un costo en flete aún más considerable —añadió con prudencia—. Aunque la ganancia, claro está…