Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 68

Mientras Marcos cruzaba el umbral del salón con paso tranquilo, Héctor, que estaba sentado en uno de los sillones, se puso de pie en cuanto lo vio entrar. Era un gesto elegante, casi instintivo.

Por un instante, ninguno habló. Solo se miraron. Fue entonces que a Héctor le cruzó un pensamiento nítido, breve y contundente:

“Dios, es el hombre más hermoso que he visto.”

Marcos fue el primero en romper el silencio, aunque apenas con una mueca divertida mientras se acomodaba el chaleco.
—¿Te has acomodado bien?

Héctor ladeó la cabeza, esbozando una sonrisa tranquila.
—No sé qué tiene tu mirada —dijo sin rodeos— pero cada vez que me sostiene, me conquista un poco más.

Marcos soltó una risa breve pero sincera, bajando la vista como si aquello lo tomara ligeramente desprevenido.
—Y yo que creí que venías a saludar, no a atacar.

—Lo mío no es un ataque. —Héctor alzó apenas una ceja— Es una declaración de guerra abierta.

Marcos negó con la cabeza, sonriendo más ampliamente.
—Eres insoportable.

—Lo han dicho antes —admitió Héctor con total orgullo—. Pero solo los que no me soportaron lo suficiente.

Marcos sonrió, y se dejó caer en uno de los sillones señalando con la mano el de enfrente.
—Siéntate, antes de que entre alguien y nos vea de pie mirándonos como dos gallos de pelea.

—Yo no pelearía —contestó Héctor mientras tomaba asiento—. Hay mejores cosas que hacer contigo.

Marcos carraspeó, conteniendo la carcajada que le subía.
—¿Siempre hablas así?

Hector le clavó la mirada.
—Solo cuando quiero algo.

—¿Y qué es lo que quieres esta vez? —preguntó Marcos, mientras lo observaba con una mezcla de diversión y cautela.

—Tú —respondió Héctor, como si dijera la hora del día.

El silencio que siguió fue breve, casi cómodo. Marcos respiró hondo antes de cambiar de tema con elegancia.

—¿Cómo fue el viaje? Hasta aquí no es precisamente un paseo corto.

—Largo —admitió Héctor—. Pero no voy a negarte que lo hice esperando verte otra vez. Eso lo volvió soportable.

Marcos sonrió de lado, con una expresión que mezclaba incredulidad y agrado.
—Pues aquí estoy. Vivo y entero.

—Y más guapo —respondió Héctor sin titubeos—. ¿Qué has estado haciendo?

—Trabajando. Justo veníamos de la bodega —explicó Marcos—. Si vas a quedarte, podría llevarte. No sé si te interesa ver barricas y vino viejo.

—Si estás tú ahí, me interesa hasta el polvo del suelo.

Marcos soltó una risa más abierta esta vez.
—Te vas a cansar de mí si sigues así.

—Lo dudo —dijo Héctor en tono grave.

Marcos recuperó cierta seriedad, inclinándose un poco hacia adelante.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—Dos días apenas —respondió Héctor—. Tengo que volver a París por otros asuntos —lo miró fijamente y añadió—. Tal vez podrías venir conmigo.

Marcos arqueó las cejas, sorprendido.
—¿A París?

—¿Por qué no? — replicó de inmediato Héctor.

—Porque soy hombre de responsabilidades —contestó él con calma.

—Y yo —admitió Héctor—. Pero hay momentos en los que uno debe decidir si quiere cumplir responsabilidades o vivir.

Marcos sostuvo su mirada unos segundos más. Y pensó que por primera vez, alguien lo invitaba a algo sin prometerle nada más que su compañía.
—Lo pensaré —dijo finalmente.

—Eso es más de lo que esperaba —respondió Héctor con satisfacción genuina.

De pronto Gabriel apareció, con Evelin del brazo. Sus ojos se posaron en los dos hombres conversando, y algo en su expresión se endureció aún más.

—El almuerzo está por ser servido —dijo con voz neutra—. Deberíamos ir al comedor.

Héctor se incorporó de inmediato, siempre correcto. Marcos también se puso de pie, sin mostrar demasiada expresión, aunque sus ojos brillaban todavía por la charla previa.

Caminaron los cuatro cada uno en su propio silencio. Gabriel iba adelante con Evelin, que le hablaba en voz baja de algo trivial; mientras él asentía sin mucho entusiasmo. Detrás, Héctor le dijo algo a Marcos en tono bajo que lo hizo soltar una leve risa contenida.

El comedor los recibió con una mesa ya dispuesta. Gabriel cedió el asiento a Evelin a su derecha, mientras Marcos y Héctor se acomodaron a cierta distancia, frente a frente.

El almuerzo comenzó. Y pronto, la mesa se dividió en dos conversaciones.

Marcos se encontró hablando con absoluta naturalidad con Héctor. Tocando temas delicados sin siquiera darse cuenta.

—El problema con la política actual —comentaba Marcos mientras cortaba el pan— es que todos juegan a la diplomacia, pero nadie se atreve a actuar hasta que es demasiado tarde.

Héctor lo observaba con genuino interés.
—Exacto. Las guerras no empiezan en los campos de batalla, sino en las mesas donde los cobardes demoran decisiones.

Marcos lo miró con una mezcla de aprobación y diversión.
—¿Y tú decides rápido?

—Siempre que puedo —respondió Héctor con calma—. Si algo es valioso, se toma. Si es peligroso, se controla. Y si es incierto se observa con paciencia antes de atacar.

Marcos sonrió más ampliamente.
—Suena más a filosofía que a estrategia.

—Son la misma cosa —replicó Héctor—. El intelecto afina la espada.

Terminaron hablando sobre historias de guerra, tácticas militares, análisis de gobiernos europeos… Marcos lo escuchaba con los codos apoyados en la mesa, atento, sorprendido por la profundidad con la que aquel hombre hablaba del mundo. Y Héctor, a su vez, se admiraba de lo rápido que Marcos concluía ideas complejas, como si no necesitara más que una frase para armar un mapa mental entero.

Mientras tanto, al otro lado de la mesa, Evelin hablaba con entusiasmo.
—Y en ese capítulo del libro decía que el problema de muchos comerciantes es que piensan solo en vender rápido, pero no entienden que fidelizar a un cliente es más rentable a largo plazo.




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