Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 69

La tarde ya se suspendía en tonos anaranjados cuando Evelin se marchó. Apenas Gabriel perdió de vista el carruaje subió las escaleras con determinación, sin dudar ni un segundo del rumbo. Ni siquiera consideró llamar a la puerta de Marcos. La abrió de lleno.

Marcos estaba sentado en una silla junto a la cama, inclinado mientras se abrochaba las botas de montar. Levantó la vista con una ceja alzada y una sonrisa breve.

—Un día voy a estar escondiendo un cadáver debajo de la cama, tú vas a entrar así —señaló con la bota al aire— y no me va a dar tiempo de disimularlo.

Gabriel no sonrió. No dijo nada. Simplemente lo observó.

Marcos terminó de abrochar la bota y se incorporó. Fue entonces que Gabriel lo miró de lleno: llevaba un pantalón oscuro, chaleco ajustado de tono profundo, camisa clara con cuello pulcro y el cabello peinado hacia atrás con más cuidado de lo habitual. Por un instante, uno casi imperceptible incluso para sí mismo, Gabriel sintió un escalofrío interno ante la idea de que aquel hombre estaba demasiado bien. Demasiado atractivo, llamativo.

—Vas muy elegante para una cena con militares —comentó al fin, procurando que su tono sonara neutro pero sonó más seco de lo previsto.

Marcos se acercó al espejo y ajustó el chaleco con ambas manos, apreciando su reflejo con discreta satisfacción.
—Eso lo aprendí de ti —respondió sin apartar la vista—. Que uno debe presentarse siempre con buena presencia. Nunca se sabe quién está mirando.

—Parece que sí sabes quién —replicó Gabriel con frialdad.

Marcos giró entonces, ladeando la cabeza.
—¿Cuál es tu problema?

Gabriel inhaló, sosteniendo la mirada.
—Pudiste haber mencionado que te escribías con ese hombre.

Marcos frunció el ceño, sin amedrentarse.
—¿Y desde cuándo tengo que informarte con quién hablo por carta? Soy lo bastante grande para responder por mis amistades. No necesito tu permiso.

—No se trata de permiso —dijo Gabriel con evidente contención—. Se trata de prudencia.

—¿Prudencia de qué? —Marcos avanzó un paso—. ¿De conversar con alguien que me aprecia? ¿O de aceptar una cena a la que me han invitado?

Gabriel dio un paso al frente también, como si aquello exigiera cercanía para ser dicho.
—Héctor no te aprecia como tú crees. Tiene otras intenciones contigo. Si no lo ves, eres un ciego.

Marcos lo observó un segundo. Casi con una serenidad inesperada.
—Lo sé. Pero no significa nada más que eso. Solo somos amigos.

Hubo un silencio breve pero cargado. Marcos tomó entonces el saco que estaba sobre la cama y se lo acomodó en un brazo. Antes de dirigirse a la puerta, se acercó a Gabriel apoyando una mano firme en su hombro.

—Confía en mí, por una vez —le dijo con voz baja—. No necesito que me vigiles.

Gabriel sostuvo la mirada, con los músculos tensos bajo ese contacto.
—No me gusta como se ve esto.

—Y a mí no me gusta tener que excusarme por cada respiración que doy —respondió Marcos sin elevar la voz, pero con claridad férrea.

Retiró su mano del hombro de Gabriel con suavidad, como quien cierra una discusión.
—Volveré a la medianoche —añadió ya desde el umbral, con una media sonrisa—. A menos que termine arrestado por armar disturbios entre generales.

La puerta se cerró detrás de Marcos y el silencio volvió a ocupar la habitación como un peso espeso. Gabriel permaneció quieto en medio del cuarto, con la mirada fija en el lugar donde él había estado segundos antes. Sentía el hombro aún templado bajo la huella de aquella mano.

“Lo sé.”

Las palabras de Marcos, dichas con tal calma, volvían a repetirse dentro de su cabeza. Lo sabía. Sabía que Héctor lo deseaba. Y lo había dicho sin vergüenza, sin enojo, casi con naturalidad.

Gabriel frunció el ceño.

No. No podía ser. No cabía en ninguna lógica posible. Conocía a Marcos, desde la adolescencia lo había visto lanzarse tras cuanta mujer le parecía graciosa, encantadora o simplemente bonita. Lo había observado cortejarlas con esa osadía torpe pero encantadora que siempre lo caracterizó. Habían ido juntos, más de una vez, a burdeles de mala muerte, riendo entre copas, eligiendo compañía. Y en varias de esas ocasiones había tenido que arrastrarlo de allí antes de que algún escándalo los salpicara o su padre los encontrara a ambos en plena perdición.

Marcos siempre había sido eso. Apasionado, impetuoso, descarado con las mujeres que le atraían.

Gabriel respiró hondo, cerrando las manos detrás de la espalda.

Era absurdo pensar que él pudiera sentir interés por un hombre. Y, sin embargo, recordó el almuerzo. Recordó cómo Marcos miraba a Héctor. Cómo sonreía. Cómo se inclinaba hacia él para escucharlo hablar de campañas militares, de estrategias, de batallas, con los ojos brillantes y atentos. Que incluso su humor había cambiado, más ligero, más vivaz.

Recordó, sobre todo, que apenas pudo soportarlo.

Una punzada ardió en su pecho. Eran los celos. Celos de ver a Héctor provocar en Marcos aquello que él solía provocar, de ver que otro lo hacía reír así, que lo capturaba con una historia, le despertaba interés y tenía su atención.

Y más que eso, el pensamiento inevitable. Terrible. ¿Qué si ese hombre llegaba a tocarlo? ¿Qué si alguna vez le tomaba el rostro con esa misma confianza con la que lo saludaba? ¿Qué si lo abrazaba? ¿Qué si lo…?

Gabriel apretó los dientes, no quería imaginarlo. Porque lo insoportable no era solo la idea de Héctor. Era cualquier otro.

Lo irritaba el solo pensar que una mujer lo tomara del brazo y se lo llevara, y peor aún que un hombre posara una mano en su nuca. En su mente, la idea de que nadie tenía el derecho de acercarse así a Marcos emergía.

Y allí, en ese pensamiento, sintió que algo se quebraba apenas. Como si una puerta interna se entreabriera, revelando un brillo que lo cegaba de miedo.

Porque sí, había empezado hace tiempo. Lo sabía. En sus actos pequeños, en esa necesidad absurda de rozarlo al pasar, de tocarle el hombro, la espalda, la muñeca. De no dejar pasar un día sin oír su voz, verlo o estar cerca.




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