Héctor apretó la culata contra el hombro con la misma seguridad de tantas veces en el campo de batalla: respiró hondo, dejó que el murmullo se transformara en una cadencia lejana y afinó la mirada hasta que el resto del mundo pareció disolverse. El aire húmedo olía a tierra y bálsamo; una capa de nubes bajas ocultaba el cielo, y aun así el patio estaba animado: sombras recortadas, risas, copas alzadas. Las latas, alineadas sobre una mesa de madera, brillaban como pequeños objetivos plateados.
Cerró un ojo, concentró la respiración en el costado y apretó el gatillo. El rifle soltó un golpe seco y limpio; una lata cayó con estrépito y todos estallaron en aplausos.
—Si estuviera en el campo de batalla mi vida estaría en buenas manos —dijo uno de los generales, mitad en broma, mitad en admiración—. Como siempre, no te tiembla el pulso ni bajo una lluvia de balas.
Un capitán, aún con energía, alzó la voz.
—¡Que ponga a prueba sus reflejos con oscuridad absoluta y veremos si nos protege luego!
Héctor sonrió y devolvió la broma con ligereza.
—No prometo que me las arregle con elegancia —replicó—, pero procuraría que el enemigo no tuviera tiempo de conversar.
Los hombres rieron. El buen humor se pegaba al aire como el humo del tabaco.
Héctor pasó el rifle al siguiente caballero, que bromeó mientras levantaba el arma.
—Este va por mi esposa, la mujer más encantadora del mundo —dijo con teatralidad.
—¿Acaso te cobrarán comisión por las flores? —le espetó otro entre risas.
El primero sonrió, apuntó y disparó. La lata tambaleó y cayó. Hubo otra vez aplausos y vítores. Se oyó una voz masculina que decía con fingida gravedad:
—No hay manera de hacerte perder, colega.
Y el arma siguió de mano en mano, con comentarios jocosos que iban más allá del tiro: dedicaciones fingidas, nombres de amores pasados, promesas de conquistar lugares y sueños.
Un oficial, con voz desafiante, anunció.
—Yo voy a dedicar el mío a la señorita que me robó el corazón en Chaville.
—¿Y cuál es su recompensa si aciertas? —preguntó otro.
—Que me invite a cenar —respondió el oficial —. Si acierto, pago yo.
Todos rieron; el hombre falló por poco y la lata de todas formas rodó y cayó, como si la fortuna conspirara a favor de la jactancia.
El caballero, todavía riendo, extendió el rifle hacia Marcos.
—Te toca, Baker —dijo con tono cordial—. A ver si en tus ratos libres entre los libros y las cifras también has afinado el ojo.
Marcos tomó el arma con gesto tranquilo, el metal frío contra las palmas, mientras los presentes le dirigían miradas cómplices. La noche, la neblina y las voces dibujaban un escenario íntimo a pesar del número de hombres; sin embargo, bajo las risas, varias miradas se habían quedado un segundo más en Héctor y en la forma en que lo observaba.
Se colocó frente a las latas; sostuvo la respiración, levantó el rifle apoyándolo con exactitud y, por un instante, todo el lugar pareció contener el aliento.
Pronto se dio cuenta de que apenas distinguía los contornos plateados de las latas. La oscuridad, espesa como una manta húmeda, apenas dejaba pasar un reflejo pálido de las lámparas colgadas. Frunció el ceño, cerró un ojo e intentó alinear el disparo, pero el blanco parecía bailar entre sombras.
“¿Cómo demonios le atinaron todos?” Pensó. “Claro… han peleado en guerras. Para ellos esto es un juego de salón.”
Entonces bajó el arma lentamente.
Hubo un murmullo leve. Algunos inclinaron la cabeza. Uno estuvo a punto de abrir la boca para gritarle algo, un chascarrillo de ánimo, cuando, sin previo aviso, Marcos alzó el rifle de golpe.
Ni respiró. Solo elevó el arma, apoyó la culata en el hombro y disparó. Un único movimiento rápido, casi instintivo. El estallido seco resonó y la lata salió volando de la mesa como si alguien la hubiera pateado.
Hubo un segundo de silencio. Luego, estalló la ovación.
—¡Asi se hace! —rugió Héctor, cruzando la distancia en pocos pasos.
Le tomó los hombros con ambas manos y lo sacudió levemente, riendo, como si estuviera celebrando una victoria personal. Marcos se echó a reír, contagiado por la energía del momento. Los demás, sonreían sorprendidos o daban palmadas con entusiasmo.
—¡Estuvo midiendo! —dijo uno de los generales entre risas—. ¡Nos estaba engañando!
—¿Dónde aprendiste a tirar así? —preguntó Héctor, aún con una mano firme en su hombro.
—El hombre que me crió —respondió Marcos, con una sonrisa ladeada—. Decía que para defenderse no siempre hay tiempo para apuntar… así que me obligaba a disparar sin pensarlo demasiado.
—Sabio consejo —comentó otro de los militares, asintiendo con admiración.
Marcos pasó el rifle al siguiente sin ceremonia. Y la ronda continuó entre risas, retos improvisados y dedicatorias cada vez más absurdas.
Finalmente, el aire frío empezó a colarse por los cuellos de los sacos, y alguien propuso volver al interior.
….
Dentro, el calor, el ron y los sillones mullidos los recibieron como viejos camaradas. Entre copas, cigarros y anécdotas, la conversación fue virando hacia los recuerdos de campaña: noches en trincheras con barro hasta las rodillas, cabalgatas de tres días sin dormir, ciudades que ya ni existen en los mapas. Marcos escuchaba, intervenía con interés genuino y, cuando correspondía, devolvía alguna ocurrencia que hacía estallar la risa en el grupo justo antes de que el relato se pusiera demasiado melancólico.
Héctor, en medio de las voces, lo observaba.
Lo veía responder con naturalidad a los brindis y las bromas de hombres que le doblaban la edad o que habían visto más muerte de la que cualquiera quisiera recordar. Lo veía adaptarse sin esfuerzo, como si siempre hubiera pertenecido a ese espacio.
Y sin quererlo, sintió un orgullo extraño y cálido crecerle en el pecho.
Cuando el ron comenzaba a templar la sangre y las voces se habían vuelto más graves, más lentas, como si cada palabra pesara con la comodidad del cansancio compartido. Algunos fumaban en silencio, otros escuchaban con media sonrisa mientras Héctor y Marcos, sin darse cuenta, habían quedado hablando en voz baja, casi aislados del resto.