Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 72

Gabriel permaneció inmóvil junto a la ventana. Tras verlos en ese gesto tan íntimo, algo en su pecho se tensó con tal violencia que por un segundo le faltó el aire. No fue un sobresalto repentino, sino una fisura silenciosa, lenta y despiadada, que se abrió en su interior sin hacer ruido pero dejando todo vulnerable, a punto de quebrarse. Sintió el impulso primitivo de intervenir, de bajar las escaleras, cruzar el jardín y apartar esa mano con la autoridad de quien reclama una pertenencia. Pero la realidad lo golpeó antes de que pudiera siquiera girarse: ¿qué derecho tenía?

Su mente intentó protegerlo, susurrándole excusas torpes, como si pudiera convencerse a sí mismo de que nada de eso le incumbía.

“No me importa” “Marcos es libre de hacer lo que desee” “No tengo ningún reclamo sobre él”.

Y aun así, cada palabra mental se le derrumbaba apenas era pronunciada, porque la rabia seguía creciendo igual, ardiente pero silenciosa, dirigida no a Héctor, ni tampoco a Marcos, sino hacia sí mismo… hacia su propia cobardía.

No tenía excusas ni reclamos. Nadie lo había desafiado, nadie le había arrebatado nada y, sin embargo, se sentía desplazado. Humillado. Como si lo hubieran dejado fuera de una escena que nunca se había atrevido a reclamar.

Porque lo que veía desde esa ventana, ese momento, esa confianza sin vergüenza, podría haber sido suyo. Él podría haber estado ahí. Podría haber sido su mano la que tocara ese rostro, su voz la que provocara esa expresión serena en Marcos. Pero no lo había hecho. Y ahora otro lo hacía en su lugar. Otro estaba ocupando el sitio que él había insistido en dejar vacío fingiendo que no existía.

Se imaginó pronunciando su nombre desde la ventana, sólo para que Marcos lo mirase, o bajar y arrebatarlo de ese instante antes de que fuera demasiado tarde. Se imaginó, incluso, una escena irracional en la que enfrentaba a Héctor sin palabras, sólo con una mirada. Pero no se movió. No podía. No debía.

Entonces lo supo, sin posibilidad de negarlo más: Marcos no era simplemente alguien cuya compañía deseaba. Era alguien a quien no soportaría perder.

Apenas advirtió cuándo el gesto de Héctor terminó; sólo registró que ambos, tras un último intercambio silencioso, emprendieron el camino de regreso hacia la casa. Se apartó de la ventana antes de que pudieran verlo, como si su sola presencia allí fuese una evidencia de debilidad. Se quedó de pie en medio de la habitación, respirando hondo, procurando que el temblor que le recorría el pecho no llegara a traducirse en ningún movimiento visible.

No podía quedarse inmóvil y dejar que esa escena se le repitiera una y otra vez en la mente, ni que el silencio lo devorara con preguntas que no quería responderse. Necesitaba hablar con él, saber que sucedía, aclarar el silencio que con los días había crecido entre ellos, aquel que comenzaba a parecerle insoportable. Pero cuando apenas empezaba a reunir el valor para bajar, un golpe suave en la puerta lo detuvo.

—¿Gabriel? —la voz de Marcos, tranquila, ajena a toda tormenta.

Gabriel cruzó el cuarto y abrió. Marcos estaba del otro lado, con el abrigo ligero sobre los hombros y una energía inusual en los ojos.

—Saldré por unas horas —anunció, sin mostrarse nervioso, más bien animado—. No estaré para el almuerzo, volveré más tarde.

Gabriel lo miró en silencio un segundo más de lo prudente, como si buscara algo en sus gestos que confirmara lo que acababa de ver en el jardín. Pero no encontró frío ni distancia; tampoco culpa ni inquietud. Sólo una luminosidad serena.

—Está bien —respondió al fin, con su tono habitual, neutro y perfecto.

Marcos sonrió apenas, giró sobre sí mismo y se marchó por el pasillo con pasos ligeros. Gabriel lo siguió con la mirada hasta que desapareció en la escalera, percibiendo incluso la leve vibración del piso cuando lo oyó bajar hacia la entrada principal. Y entonces quedó solo, con un silencio más pesado que antes.

Se dirigió al despacho como un autómata. Cerró la puerta con un gesto firme, como si sellara dentro de esas paredes todo lo que no podía permitir que se le escapara. Se sentó ante el escritorio y abrió libros, papeles, cualquier cosa que le exigiera atención mecánica. Necesitaba vaciar la mente en tareas repetitivas, aferrarse a las cifras y las letras como a una cuerda en medio del abismo. No quería pensar en él, ni en lo que sentía y mucho menos en lo que vio.

Pasaron unas cuantas horas hasta que un golpe en la puerta llamó su atención.

—Gabriel —la voz de Evelin, suave pero firme—, ¿puedo pasar?

—Adelante —respondió él, sin apartar la mirada de los documentos.

La puerta se abrió con suavidad y Evelin asomó la cabeza antes de entrar por completo. Cerró con cuidado, como si ya supiera que se encontraba en terreno delicado.

—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó Gabriel, frunciendo el ceño apenas.

—¿Temprano? —repitió ella, arqueando una ceja con diversión—. Vine a almorzar, como siempre.

Él levantó la vista.
—Falta bastante para la hora del almuerzo.

—Faltan treinta minutos —lo corrigió, apoyándose con desparpajo sobre el borde del escritorio—. Estás tan concentrado aquí dentro que el reloj podría dar tres vueltas y no te enterarías.

Gabriel se quedó mirándola, parpadeando, y por primera vez dudó del tiempo mismo. “¿Tan rápido pasó media mañana?” Sintió una ligera marejada, como si su percepción presentará grietas.

Evelin notó el silencio prolongado y ladeó la cabeza.
—¿Qué te sucede?

Él no respondió, la miró un instante más y se puso en pie de golpe, la silla rechinando contra el suelo. Ella abrió un poco los ojos, sorprendida por el gesto, mientras él se acercaba con paso decidido.

Antes de que pudiera decir una palabra, Gabriel la tomó por la cintura y la atrajo con fuerza. Sus labios cayeron sobre los de ella con tal urgencia como si hubiera estado conteniéndose durante horas, tal vez días. Evelin soltó una risa breve entre el beso, sorprendida y complacida.




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