Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 74

Todavía no había asomado la primera luz del amanecer y Marcos ya estaba de pie. El silencio de la casa era tan profundo que cada pequeño movimiento parecía resonar con exceso. Apenas había conciliado un par de horas de sueño, y aun así se obligó a vestirse con pulcritud, como si el orden de su atuendo pudiera contrarrestar el desorden de sus pensamientos.

Mientras abotonaba su chaleco, volvió a revivir la cena de hace un par de horas. Aquel silencio. Aquellos ojos que se negaban a mirarlo.

“Tal vez esto sea lo mejor”, se repetía. “Tal vez si se mantiene distante, si me mira con esa frialdad, podré arrancarme de una vez esto que todavía siento por él”

Y sin embargo, la punzada seguía allí. El pecho le ardía con una mezcla de tristeza y resentimiento.

“Acepta la realidad”, se dijo con amargura. “Él ya no te mirara como antes”

Terminó de colocarse el saco con un suspiro tenso y salió de la habitación en silencio. Sabía que Héctor viajaría temprano aquella mañana y, aunque no sabía exactamente qué palabras le diría, al menos quería despedirse de él.

Afuera, el cochero dormitaba junto al carruaje envuelto en una manta, pero tan pronto oyó el sonido de la puerta abrirse, se incorporó sobresaltado. Marcos saludó cordialmente, se subió y ordenó con firmeza el destino. El vehículo partió entre el crujir de las ruedas sobre la piedra, atravesando calles aún desiertas, apenas iluminadas por los faroles moribundos.

Al llegar a la pensión donde Héctor se alojaba, descendió apresuradamente, con el corazón latiendo más rápido por razones que no comprendía del todo. Entró al vestíbulo y se acercó al mostrador, esforzándose por mantener la voz serena.

—¿Podría decirme si el señor Duval continúa hospedado aquí?

El encargado, un hombre de cabello oscuro y aspecto adormilado, lo observó un instante antes de negar levemente con la cabeza.
—Lo lamento, caballero. El señor se retiró hace una hora, quizá más. Partió antes de lo previsto.

Marcos asintió, tragando el desánimo que le cayó como un peso.
—Entiendo. Muchas gracias.

Se volvió hacia la puerta con paso decidido. No pensaba rendirse tan fácilmente. Si Héctor había partido, sólo habría un lugar donde podría hallarlo: La estación.

Y sin perder un segundo, regresó al carruaje y ordenó al cochero continuar hacia allí.

La estación aún no rebosaba de gente, pero ya se percibía el rumor de las despedidas tempranas y el silbido de la locomotora preparando su partida. Marcos apenas esperó a que el carruaje se detuviera por completo antes de bajar. El frío matutino le golpeó el rostro, pero casi no lo sintió; su atención estaba fija en el tren que ya humeaba listo para marcharse.

Caminó con paso rápido por el andén, recorriendo con la vista cada una de las ventanillas.

“Vamos, Héctor… tienes que estar aquí”. El corazón le latía con fuerza, un impulso entre ansiedad y expectativa. Y entonces lo encontró.

Allí estaba, asomado junto a una de las ventanas, apoyado con el brazo en el marco como si observase distraídamente el movimiento del andén. Héctor parecía absorto en sus pensamientos, hasta que de pronto sus ojos se toparon con la figura de Marcos.

La sorpresa se transformó en una sonrisa inmediata. Una sonrisa cálida, amplia, genuina. Marcos también sonrió, avanzando un par de pasos más hasta quedar justo a la altura de la ventana, alineado para que él lo viera con claridad. El general inclinó apenas la cabeza, como si con ese gesto quisiera decir “viniste…”

En ese mismo instante, el silbido agudo del tren resonó y las ruedas comenzaron a rechinar lentamente. Marcos, sin pensarlo dos veces, alzó una mano y, con una exagerada solemnidad teatral, hizo una reverencia profunda, una parodia perfecta de los saludos cortesanos. Como si en lugar de despedir a un militar, estuviera homenajeando a un rey.

Héctor soltó una carcajada audible incluso desde dentro. Y, contagiado por el juego, se llevó la mano al pecho e imitó la reverencia desde su asiento, inclinándose de forma igual de dramática, devolviéndole el gesto.

Marcos soltó una risa espontánea, fresca, sin preocuparse por si alguien los observaba. Se quedó allí, caminando lentamente al ritmo en que el tren avanzaba, sin apartar la vista de Héctor mientras pudiera verlo. Y cuando finalmente el vagón de él desapareció entre los demás, se detuvo.

Siguió mirando en dirección al trayecto, aún sonriendo. Y por un instante, el frío de la mañana dejó de sentirse tan frío.

….
Gabriel no había dormido en absoluto. La noche entera se le había escurrido entre pensamientos, repasos y dudas que parecían no encontrar descanso. Seguía acostado boca arriba, con los ojos clavados en el techo apenas visible en la penumbra, mientras su mente repetía sin cesar la misma pregunta: ¿Cómo no lo vi antes?

Marcos le había dicho desde cuándo… Meses. Meses sintiéndose así. Meses tragando algo que no se atrevía a confesar. Y él, que siempre presumía de leer lo que otros no decían, no había visto nada. ¿O sí? Tal vez lo había visto, pero no le había prestado atención. Tal vez había estado tan obsesionado con Evelin, con su plan, con todo lo que tenía que construir y proteger que no miró realmente a quien tenía justo al lado.

Con un suspiro lento, levantó la mano y observó el anillo que reposaba en su dedo. El que Marcos le había regalado. Lo giró suavemente, una y otra vez, sintiendo el metal frío deslizarse sobre la piel.

“¿Lo confundí…?”
El pensamiento le atravesó como una punzada.

Recordó cada momento en que había buscado tocarlo. La forma en que apoyaba la mano en su hombro sin motivo. Cómo en el sillón se había recostado contra su pecho, sin pensar demasiado en el significado que podría tener. Cómo lo había tomado de las manos para hacer que bailara con él. Cómo lo miraba cuando creía que nadie los observaba.

“¿Se dio cuenta?” “¿Marcos habría notado esos gestos?” “¿Lo habrían incomodado?” “¿Habría pensado que lo hacía por simple afecto… o entendió algo más?”




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