En los días que siguieron, Marcos apenas si se dejaba ver por la residencia Whitaker.
Su presencia se había vuelto casi fantasmal: aparecía de madrugada para dormir unas pocas horas y, antes de que el sol terminara de alzarse, ya estaba otra vez en la calle. Cada vez que Gabriel le preguntaba dónde pasaba tanto tiempo, la respuesta era siempre la misma.
—Sigo buscando a los hombres adecuados para el trabajo.
Esa excusa se había vuelto su escudo. Pero la verdad era que hacía más de tres días que ya tenía todo resuelto, cada detalle dispuesto tal como Gabriel le había indicado. Lo que en realidad ahora ocupaba sus horas era el silencio. Se refugiaba en la bodega principal, encerrado entre el olor a madera y los ecos huecos del depósito. Pasaba el día revisando inventarios, ordenes de compra, observando los cargamentos o ayudando a los empleados con las tareas.
Ellos lo miraban con curiosidad: no era habitual que Marcos pasara tantas horas allí, hasta que el último hombre se retirara. Pero él parecía necesitarlo, como si ese lugar fuera el único donde podía respirar tranquilo, lejos de la mirada de Gabriel.
Lo que si le arrancaba sonrisas en esos días eran las cartas de Héctor. Habían empezado a llegar con más frecuencia, llenas de anécdotas, bromas y palabras que siempre lo hacían sentir querido. Marcos las guardaba con cuidado, a veces releyendo una sola frase más de una vez, sólo por el simple placer de verla escrita con esa caligrafía que reconocía al instante.
Gabriel, en cambio, había recibido la distancia de Marcos con una calma ambigua. Al principio, le pareció un alivio. No tenerlo cerca le evitaba distracciones, le permitía mantener la compostura, no pensar tanto en aquello que lo desbordaba cuando lo veía. Sabía que bastaba con una mirada más larga de lo debido para que todo su autocontrol se tambaleara.
Y, sin embargo, con el paso de los días, el alivio se transformó en otra cosa. En una necesidad que crecía, silenciosa, pero constante.
A veces lo sorprendía la idea absurda de ir a buscarlo sólo para verlo, para escuchar su voz aunque fuera unos segundos. Era una inquietud que intentaba ahogar en el trabajo, en largas noches sin descanso y en los encuentros con Evelin.
Pero incluso en esos momentos, cuando el cuerpo de ella se entrelazaba con el suyo, la sombra de Marcos aparecía en su mente. Bastaba un suspiro, un movimiento, para que algo en su interior lo traicionara. Y eso lo enfurecía consigo mismo.
Sin embargo, cada vez que la sirvienta le anunciaba la llegada de una carta de Duval, la idea de confesarle algo a Marcos se desvanecía.
Las salidas con Evelin le recordaban que debía mantener las apariencias, que debía aferrarse a la serenidad que ella le ofrecía. Pero esa idea se le hacía cada vez más parecida a una prisión.
Evelin no tardó en notar el cambio. Gabriel tenía días en los que parecía más animado, casi cariñoso, y otros en los que su mirada se perdía en algún punto del vacío. Cuando estaban juntos, había momentos en los que sentía que su cuerpo estaba con ella, pero su mente en otra parte.
Aun así, no se atrevía a preguntarle. Asumía que era el trabajo, la presión del próximo envío, el cansancio. Lo entendía: sabía que era un cargamento importante, que cualquier error podría costarle caro.
Pero, en el fondo, había algo que la mantenía tranquila. Por fin Gabriel y Marcos casi no se cruzaban. Sentía que, de algún modo, la distancia entre ellos era una suerte de victoria silenciosa.
Cada tarde, cuando volvía de un día a su lado, se decía a sí misma que, poco a poco, la cercanía que antes compartían esos dos se estaba desvaneciendo.
“Al fin —pensaba con una sonrisa satisfecha—, las cosas se ponen en su lugar”
….
Gabriel aguardaba unos minutos antes de incorporarse de la silla. El sonido del reloj de pared llenaba el silencio de su habitación, marcando cada segundo con una lentitud que lo desesperaba. Marcos había ido hasta allí apenas unos instantes atrás, con el mismo tono distante que llevaba usando. Entró, le informó que todo estaba preparado para el envío de mañana, y sin esperar una sola palabra más, dio media vuelta y se marchó.
Lo había visto irse sin darle tiempo a decir nada, la irritación y el vacío se le mezclaban en el pecho. No soportaba más esa distancia. No después de todo lo que habían compartido, de todo lo que había entre ambos.
Esperó un momento más para convencerse de que no actuaba por impulso, pero al final se levantó igual. Cruzó el pasillo con paso firme deteniéndose frente a la puerta de Marcos y golpeó.
Del otro lado, la voz de él llegó apagada, cansada.
—Adelante.
Gabriel empujó la puerta. Marcos estaba sentado en el sillón grande, una hoja en el regazo y una pluma en la mano. La vela sobre la mesa proyectaba su sombra contra la pared. Por un instante, Gabriel pensó que debía de estar escribiéndole una carta a Héctor, sintió entonces un pinchazo en el pecho.
—¿Qué necesitás? —preguntó Marcos sin levantar la vista.
—Necesito entender qué está pasando —respondió Gabriel, cerrando la puerta tras de sí. Su voz sonó más dura—. Estoy cansado de este silencio entre nosotros.
Marcos dejó la pluma y el papel a un lado y suspiró.
—No pasa nada, Gabriel. Solo estoy concentrado en el trabajo.
—No me mientas —dijo él, avanzando un paso—. Apenas hablamos. Apenas me mirás. Si hice algo que te molestó, si te incomodé de alguna forma, quiero que me lo digas.
Marcos alzó la mirada entonces. Había en sus ojos una mezcla de agotamiento y tristeza.
—No hiciste nada. Simplemente… no quiero complicarte la vida.
Gabriel frunció el ceño.
—¿Complicarme la vida? ¿Por qué dirías eso?
—Por quién eres, Gabriel —dijo él, con una risa amarga—. Y porque ya tienes bastante encima como para cargar con alguien como yo.
El silencio que siguió fue espeso. Gabriel sintió cómo se le tensaba la mandíbula.
—¿Es por eso que me evitas? ¿Porque creés que voy a juzgarte?