Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 77

La caligrafía de Héctor era impecable, de líneas finas, casi arrogantes, y el tono de sus palabras tenía esa mezcla de disciplina y afecto que siempre lo había distinguido.

"Mi querido Marcos," comenzaba, seguido de una descripción trivial de su jornada: una reunión con altos mandos para supervisar un frente en Argelia, luego otro en Senegal. “Tendré que viajar dentro de poco”, escribía, “aunque no será por muchas semanas. El sistema de rotaciones nos permitirá volver a Francia antes de que el invierno llegue del todo.”

Gabriel siguió leyendo con el ceño fruncido. Las palabras se hacían más personales conforme avanzaban las líneas. Héctor mencionaba que el general Auclair estaba de regreso en París, que le mandaba saludos, recordando lo bien que había hablado con Marcos durante aquella cena en la que lo había presentado. Luego venía un párrafo que a Gabriel le hizo apretar la mandíbula con fuerza:

"A veces pienso en el último beso que compartimos. En la cercanía de tu calor. Me descubro buscándote incluso en los silencios del día, en el eco de las órdenes que doy o en el roce del viento cuando cae la tarde. Te extraño más de lo que debería, pero no puedo evitarlo.

El pecho de Gabriel se tensó, sintiendo entonces la oleada que le subía como brasa candente. El papel tembló apenas en sus manos. Continuó leyendo, aunque cada palabra lo hería más:

"Aún sigo considerando que deberías venir a Francia. Podríamos pasar un tiempo juntos, lejos de los ojos del mundo. Quizás viajar, ver otros horizontes… No quiero que el tiempo siga separándonos."

Cuando terminó, Gabriel dejó caer la carta sobre el escritorio. Se quedó mirándola, sin verla realmente. La habitación se le hizo estrecha, sofocante. La idea concreta de que Marcos se fuera, de que desapareciera de su alcance para ir a reunirse con Héctor, lo enfrentó a su peor miedo: perderlo del todo.

Se pasó una mano por el rostro, intentando ordenar el torbellino dentro de sí. No podía permitirlo. No podía permitir que Marcos se marchara. No sería adecuado para él, eso quiso creer, no después de todo lo que habían levantado juntos, de todo lo que él le había dado.

"No," pensó con una determinación fría. "No dejaré que se vaya. Si tengo que hacer algo, lo haré. No me rendiré tan fácil."

Gabriel miró otra vez la carta, ahora con una mezcla de tristeza y rabia contenida. En ese instante no lo sabía, pero algo dentro de él ya había empezado a cambiar.

Amar a Marcos lo estaba transformando: ya no era el amor limpio y fraternal de la juventud, ni siquiera el deseo secreto de las últimas semanas. Era un amor que nacía del miedo, del instinto de posesión, de la necesidad de no perder lo que sentía suyo.

Y ese miedo, podía convertir al amor más puro en una forma silenciosa de crueldad.

De un momento a otro, Marcos ya se encontraba golpeando suavemente su puerta.
—Ya estoy listo, Gabriel —avisó con voz tranquila.

El corazón de Gabriel dio un salto. En un movimiento rápido, dobló la carta y la escondió en el cajón del escritorio. Se tomó apenas un segundo para recuperar el gesto sereno antes de abrir la puerta.

—Perfecto —dijo, como si nada hubiera ocurrido—. Vamos, no tenemos tiempo que perder.

El aire de la noche los recibió con un soplo helado. Las sombras se estiraban sobre los muros y el cielo estaba cubierto por un manto gris. Los caballos resoplaban con impaciencia, el vapor escapando de sus hocicos en nubes breves y tibias.

Montaron sin decir palabra. Y a medida que se alejaban de la ciudad, el silencio se hacía más presente. Solo el ruido de los cascos al galope y el crujido ocasional de alguna rama bajo el viento los acompañaban. Decidieron entonces prender una lámpara de gas.

Gabriel cabalgaba un poco adelante, el rostro endurecido por la concentración. Marcos, a unos pasos detrás, se mantenía atento, repasando mentalmente cada parte del plan.

—El camino se vuelve más estrecho a partir del puente —dijo Marcos, rompiendo el silencio con voz baja—. Si el convoy mantiene el ritmo, deberíamos verlo pronto.

Gabriel asintió sin girarse.
—Sí. A esta altura deben de haber cruzado el molino viejo. No falta mucho.

Continuaron cabalgando entre árboles cada vez más cerrados. El aire era frío, áspero, como si cada respiración pesara.

De pronto, una luz titilante apareció a lo lejos. Luego otra, y otra más. Las linternas del convoy.

—Ahí están —murmuró Marcos, con una mezcla de nervios y alivio.

Gabriel apagó la linterna y volvió el rostro hacia él, la mirada firme.
—Perfecto. Mantén la distancia. No debemos llamar la atención.

Ambos tiraron de las riendas para reducir el paso. Las siluetas de las carretas se distinguían con claridad entre los árboles, el rechinar de las ruedas sobre el suelo se mezclaba con el relincho de los caballos.

—Si seguimos por este sendero, podremos adelantarnos más —dijo Gabriel en voz baja, calculando el tiempo.

—Los hombres estarán esperándonos justo después de la curva —respondió Marcos, seguro.

El viento sopló con más fuerza, levantando las hojas secas que cubrían el camino. Gabriel miró hacia el horizonte oscuro, con la tensión marcada en el rostro. El momento se acercaba.

Avanzaron varios metros más hasta que las luces del convoy se desvanecieron por completo entre los árboles. La oscuridad volvió a envolverlos, densa, húmeda. Gabriel encendió nuevamente la lámpara que llevaba atada al costado de la montura, y el resplandor anaranjado volvió en medio del bosque.

El sendero se estrechaba aún más, lleno de raíces y piedras, con un silencio casi total. Entonces, a lo lejos, una luz apareció: una linterna suspendida en el aire… y en un parpadeo, se apagó.

Marcos entrecerró los ojos.
—Ese debe de ser el grupo —murmuró, con tono seguro.

Sin esperar respuesta, espoleó suavemente su caballo y se adelantó unos pasos, pasando frente a Gabriel.
—Déjame ir primero —dijo por encima del hombro—, por si acaso.




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