Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 78

Cuando la primera carreta se detuvo ante el cuerpo del ciervo, los caballos relincharon, nerviosos, lo que obligó al cochero a tirar de las riendas intentando contenerlos. Dos guardias bajaron enseguida, murmurando entre dientes, dispuestos a apartar el cadáver que bloqueaba el paso.

Desde la espesura, un silbido agudo cortó el aire. Fue la primera señal.

En un instante, las sombras se movieron. Hombres con el rostro cubierto emergieron desde los árboles, apuntando hacia las ruedas y los costados de las carretas. Un segundo después, el aire estalló en disparos. La madera se astilló, el hierro crujió. Los caballos relincharon, y los gritos de sorpresa se mezclaron con el silbido de las balas.

—¡Ahora! —gritó Arthur con la voz rota por la tensión.

La orden explotó y todo se desató. Los atacantes salieron por ambos extremos del convoy, cerrando el paso. El aire se llenó de pólvora, gritos y la lluvia de fragmentos de madera. Barricas rodaron, reventaron y derramaron su contenido en fosas oscuras; hombres se agazaparon detrás de la carga buscando cobertura. Los guardias del convoy respondieron desde el centro, disparando hacia los árboles, sin ver con claridad a quién apuntaban.

Los hombres de Arthur respondieron apuntando hacia los pies, intentando inmovilizar sin matar, pero la confusión lo mezclaba todo: una bala perdida rompía una lámpara, otra arrancaba un pedazo de madera, y otra más rozaba la pierna de un guardia que caía entre gritos.

Arthur no perdió un segundo. Avanzó a zancadas, cubriéndose tras un tronco. Luego corrió hacia el centro del camino, se deslizó por la tierra y, en un movimiento rápido y brutal, atrapó a uno de los guardias que trataba de cubrirse tras un barril. Lo sujetó por el cuello y apoyó un cuchillo contra su garganta, la hoja rozó la piel en un frío que cortó el grito del hombre.

—¡Haz que todos bajen las armas ahora! —vociferó, la voz cavernosa—. Si no lo hacen, estos que ves ahí —señaló con el filo hacia los otros que habían logrado sujetar— se van a enterar de lo que es perderlo todo.

El guardia tembló. Trató de decir algo, pero perdió el aire en un jadeo y se quedó mudo. El pánico y la sorpresa cayeron sobre la línea de individuos que observaban. Algunos conductores soltaron las riendas, otros miraban con incredulidad; las palabras de Arthur amenazaban con incendiar cualquier intento de resistencia.

Por los costados, en la maleza, las sombras trataban de obligar a algunos a rendirse. Se escuchaban órdenes cortas: “¡baja el arma!”, “¡quieto!”, “¡al suelo!”.

Arthur levantó la vista, alzando al rehén con fuerza para que todos pudieran verlo, furioso y autoritario.
—¡Bajen las armas ahora! —gritó—. ¡O estos hombres lo van a pagar!

Los cocheros y asistentes se cubrieron como pudieron entre ruedas, toneles y tablones, abrazándose a lo que estaba a su alcance mientras murmuraban oraciones.

Hubo vacilación. Algunos guardias titubearon; otros, heridos y preocupados, empezaron a soltar los fusiles al suelo. Algunos lo hicieron demasiado tarde: un disparo aislado sonó, una bala que rozó la madera, y la tensión se transformó en caos otra vez. Pero la presencia de rehenes sujetados en visible estado de peligro contuvo lo peor, más hombres se rindieron por el miedo de ver a sus amigos sufrir.

La rendición empezó a imponerse como un eco inevitable.

En el centro del amontonamiento, entre el barro teñido y las tablas rotas, Arthur empujó hacia delante y gritó hacia los suyos:
—¡Adelante! ¡Aseguren a los rehenes y despejen el camino!

Los ataques contra la columna se volvieron sincronía de trabajo: manos que maniobraban, sogas que ataban, voces que mandaban. Los hombres tomaron el control de los accesos; otros aseguraban las carretas que aún podían moverse y apartaban a quienes trataban de huir. Entre los gritos y el estruendo, la noche parecía vibrar.

A unos metros, Gabriel observaba. Hizo lo que debía: vigiló y midió. Marcos, pegado a su lado, respiraba con fuerza, atento a cualquier imprevisto. Sus miradas se cruzaron un instante, cargadas de la gravedad del acto y de un entendimiento sin palabras, y en ese breve intercambio hubo algo que no necesitó decirse.

La emboscada se había consumado. Todo salía según lo planeado.

La noche todavía olía a pólvora y vino cuando la columna quedó totalmente sometida. Hombres tendidos en el suelo, hileras de cuerpos respirando con dificultad; algunos gemían al agarrarse las piernas donde las balas o las astillas les habían raspado la piel, otros escupían sangre o se limpiaban la frente ensangrentada tras algún golpe. La tierra se mezclaba con vino derramado y trozos de tablón astillado, y el ruido de la confusión aún resonaba en ondas cortas por entre los árboles.

Arthur dio órdenes en voz corta: que junten la mayoría de las barricas en una pila cerca de la zanja, que aparten aquellas que valían la pena para llevárselas; que aseguraran a los rehenes y los separaran por grupo. Los hombres obedecían con manos rápidas, arrastrando toneles, levantando sogas, apilando lo que podían transportar y dejando lo demás en un montón desordenado.

Un guardia atado, con el rostro magullado y una línea de sangre en la cabeza, escupió barro hacia el grupo y gimió con rabia.
—Son unos idiotas… ¿por qué no se llevan todo? ¿Qué piensan hacer con lo que dejen aquí?

Arthur se acercó con paso lento. La luz de la linterna apenas si dejaba ver su rostro cubierto por la pañoleta. Miró al herido con los ojos duros, sin perder un centímetro de distancia, y le respondió con un tono tan frío que cortó la queja en seco:

—Solo un idiota se llevaría todo —dijo—. ¿Crees que puedes vender trece carretas enteras sin que te sigan la pista? ¿Que no armarían una búsqueda hasta dar contigo? Nosotros tomamos lo que podemos transportar y lo demás… se queda donde no te sirve.

Los hombres que rodeaban la pila miraron a Arthur; algunos asentían en silencio, otros arrojaban miradas calculadoras hacia lo que apartaban para llevar.




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