Previo a partir, cuando todo ya estaba listo, Arthur se aseguró de que cada rehén quedara bien amarrado antes de dar la orden de retirada. Revisó nudo por nudo, jalando las cuerdas con la fuerza suficiente para comprobar que nadie pudiera soltarse. Sabía que, con suerte, en unas horas algún convoy de paso los encontraría; para entonces, ellos ya estarían muy lejos.
La escena quedó envuelta en el crepitar del fuego. Las llamas devoraban los restos de las carretas, proyectando sombras largas sobre el camino. Los hombres comenzaron a internarse entre la maleza, algunos empujando los toneles por el terreno irregular, otros cargando los rifles al hombro, y dos más arrastrando al traidor amarrado de manos.
Cuando las barricas estuvieron cargadas en las carretas ocultas, comenzaron a avanzar. El grupo se perdió entre los árboles, dejando atrás el resplandor que teñía de rojo la oscuridad. Las ramas crujían bajo los cascos, y el olor a humo seguía colgando en el aire como un eco que no se disolvía.
Gabriel y Marcos cabalgaban cerca el uno del otro, ambos silenciosos, cada uno perdido en pensamientos distintos. La marcha se extendió por casi una hora hasta que Arthur levantó la mano, ordenando una pausa. Los hombres se detuvieron, dejaron caer los rifles y se sentaron a recuperar el aliento.
Fue entonces cuando Gabriel notó a Marcos desmontar sin decir palabra, con el rostro endurecido. Lo observó avanzar entre los hombres con paso firme, buscando algo. Entrecerró sus ojos, intrigado. Hasta que lo vio dirigirse directamente hacia el hombre que habían atado: el traidor.
Marcos caminaba con una furia contenida, casi vibrante. Su voz rompió el murmullo de la noche.
—¡Suéltenlo ya! —ordenó.
Uno de los hombres, sorprendido, dudó un segundo pero terminó obedeciendo. Aflojó las cuerdas del prisionero, que apenas pudo incorporarse.
Marcos no esperó. Dio dos pasos largos y le lanzó un golpe seco al rostro. El sonido del impacto fue hueco, brutal. El hombre cayó de costado, escupiendo sangre sobre la tierra.
Gabriel bajó del caballo de inmediato, el corazón dándole un golpe en el pecho. Arthur también descendió, furioso.
—¡Marcos! —gritó Gabriel, con una mezcla de rabia y advertencia.
El silencio se volvió denso; solo el viento movía las ramas. Todos los hombres habían quedado quietos, mirando la escena.
El traidor, con el labio roto, levantó la cabeza con torpeza, intentando enfocar la figura de Marcos que lo miraba desde arriba. Se incorporó con un gruñido, los ojos inyectados en rabia, y antes de que nadie pudiera reaccionar lanzó un puñetazo.
Marcos lo esquivó con un movimiento rápido, tomó el brazo del hombre y, sin contemplaciones, le clavó la rodilla en el estómago; el sujeto volvió a caer al suelo, doblado en un quejido.
Gabriel y Arthur llegaron al mismo tiempo. Arthur se adelantó y sujetó al prisionero por la camisa mientras Gabriel, con la respiración agitada, agarró a Marcos del brazo para frenarlo. El choque de fuerzas quedó suspendido un segundo en la penumbra.
—¡¿Qué diablos te pasa?! —rugió Arthur, los ojos encendidos—. ¿Quieres una pelea ahora?
Marcos, con la rabia aún temblando en la voz, miró al hombre golpeado y dijo, entre dientes:
—¡Se lo merece! Ese imbécil apuntó a matar a uno de los nuestros, ¡rogó por su vida!, y encima nos quiso traicionar ¿Qué creés que haría si pudiera?
Arthur apretó los dientes, evaluando.
—No lo dudo —murmuró—. Pero hay órdenes y consecuencias. No puedes tomar venganza inmediata; esto nos complica a todos.
Marcos tensó el cuerpo, listo para lanzarse de nuevo sobre el traidor. Gabriel, que lo sujetaba con firmeza, vio la intención en sus ojos y reaccionó con algo que nadie esperaba: fuerza física.
—¡No! —bramó Gabriel, pegándole un empujón con tal fuerza que lo hizo dar unos pasos hacia atrás—. ¡¿Qué te creés que hacés?!
Marcos se sostuvo en el filo del equilibrio, la sorpresa pintada en la cara. Era la primera vez que Gabriel lo empujaba con esa furia. Lo miró con ira pura, sin entender del todo el gesto.
—¿Empujarme? —dijo Marcos, con la voz cortada—. ¿Por qué…?
Gabriel se acercó y lo empujó nuevamente, más fuerte esta vez, con los ojos encendidos de rabia contenida.
—¡Cuidá tus manos, maldita sea! —gritó—. Mañana tienen que aparecer sin marcas, sin moretones que levanten sospechas. ¡¿Quieres heridas que delaten todo?! ¡¿Que te busquen por esto?!
El empuje hizo retroceder a Marcos hasta casi tropezar. Respondió con dureza.
—¿Me ordenas que me quede quieto mientras ese bastardo casi mata a alguien?
—¡Sí! —explotó Gabriel—. ¡Quédate quieto y no conviertas esto en un desastre! —La voz le tembló, llena de algo entre miedo y rabia—. Si una sola marca de pelea aparece en tus manos, todo esto puede venirse abajo. Te lo prohíbo.
Arthur intervino, tratando de calmar la temperatura que crecía entre los dos.
—¡Basta ya! —dijo con autoridad—. Este no es el momento para que discutan entre ustedes. Marcos, guarda el puño, y tu Gabriel, respirá. Ambos están haciendo que la operación quede en riesgo por un poco de orgullo.
Todos los presentes hicieron un silencio cortante. Gabriel retrocedió unos pasos lentamente; mientras que Marcos lo observaba con los ojos aún encendidos.
Arthur tosió y añadió, con la voz baja:
—Amarrenlo otra vez. No quiero más espectáculos.
Dos hombres obedecieron. Mientras que la tensión entre Gabriel y Marcos quedó como un golpe de mar guardado bajo la piel: no resuelto, palpitante.
Pasaron varios minutos y ambos todavía permanecían apartados, cada uno sumido en su propio silencio. El bosque parecía haberse tragado los sonidos de la pelea, y lo único que se oía era el crujido de las ramas, el murmullo de los hombres y el bufido de los caballos.
Arthur se acercó entonces a Gabriel. Tenía las manos aún manchadas de tierra y sangre seca, pero su voz salió tranquila, con el tono que usaba cuando ya tenía todo bajo control.