Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 80

El reloj del despacho marcaba el mediodía. En ese momento, Gabriel se encontraba pasando las páginas del libro de balances con meticulosa calma, deteniéndose en cada cifra, en cada apunte del último embarque que había salido hacía su acuerdo con Lord Whitcombe. Todo parecía en orden.

Dejó caer la pluma, apoyó los codos sobre el escritorio y frotó su frente. Evelin aún no había llegado. La puntualidad era una de sus virtudes, y su ausencia solo podía significar una cosa. Si el presentimiento no lo engañaba, estaba relacionado con lo que había sucedido en la noche.

No pasó mucho hasta que unos golpes urgentes llamaron su atención.

—Adelante —dijo alzando la voz.

La puerta se abrió con prisa, dejando entrar a una de las jóvenes sirvientas con el rostro tenso.
—Señor… —dijo sin aliento—. Hay dos bobbies en el vestíbulo, preguntan por usted con urgencia.

Gabriel se enderezó al instante.
—Dígales que bajo enseguida.

La muchacha asintió con un gesto nervioso y desapareció por el pasillo. Gabriel cerró entonces el libro con suavidad, su respiración más lenta, controlada. Sabía que era el momento de fingir. De usar una expresión serena, de desconcierto prudente y dolor mesurado.

Se incorporó, ajustó su chaleco y salió. Mientras bajaba por la escalera principal, vio a los dos hombres esperando junto a la mesa de entrada. Ambos vestían el uniforme oscuro de la policía metropolitana: abrigos pesados, gorra alta, botas marcadas por el barro.

El más alto sostenía el casco entre las manos, con gesto solemne. El otro, más joven, jugueteaba con su libreta, visiblemente incómodo.

—Buenos días, caballeros —dijo Gabriel al llegar al último peldaño—. ¿En qué puedo ayudarlos?

El mayor inclinó la cabeza.
—Sir Whitaker, lamentamos el infortunio… pero traemos malas noticias. Uno de sus convoys fue asaltado anoche.

Gabriel frunció el ceño con una confusión perfectamente ensayada.
—¡¿Cómo dice?! ¿Asaltado?

—Sí, señor —respondió el más joven—. Un campesino de la zona lo encontró hace unas horas. Todos los hombres estaban atados, en medio del camino. Los llevamos a la estación para tomar sus declaraciones.

Gabriel inspiró hondo, aparentando conmoción.
—Dios mío, no puede ser… —murmuró, llevándose una mano a la frente—. ¿Están bien mis hombres? ¿Ninguno herido?

—Hay algunos con heridas de bala y otros con golpes, pero todos vivos, señor. Entenderá que es necesario que usted y su ayudante nos acompañen a la estación. Necesitamos la información exacta del envío: contenido, destino, horario. Cuantos más detalles tengamos pronto podremos dar con los responsables.

Antes de que Gabriel pudiera responder, se oyó un paso apresurado desde el salón principal. Marcos apareció en la entrada del vestíbulo, con la chaqueta desabrochada y el cabello aún húmedo.
—¿Qué sucede? —preguntó con el ceño fruncido.

Gabriel lo miró un segundo antes de hablar.
—Al parecer emboscaron el envío anoche.

Marcos se detuvo, sorprendido.
—¡¿Qué?! ¡¿Todos están bien?!

Uno de los bobbies asintió.
—Sí, señor. Pero necesitamos su cooperación para esclarecer el caso.

Gabriel bajó la mirada un instante, como si le pesara una preocupación sincera, y luego asintió con calma.
—Por supuesto. Denos unos minutos y los acompañaremos.

El oficial mayor inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Gabriel giró hacia Marcos, su expresión era grave, pero bajo la superficie había algo más: una sombra de cálculo.

….
La estación olía a carbón y humedad. Las ventanas altas dejaban pasar una luz plateada, que caía sobre el piso manchado de barro y los bancos de madera. Afuera, los carruajes llegaban y partían, dejando un eco constante de ruedas y cascos.

Gabriel bajó primero del carruaje, seguido de Marcos y de los dos bobbies. El aire era frío, y al cruzar las puertas del edificio, un murmullo contenido llenó el silencio. Frente a ellos, en un rincón de la sala principal, estaban los cocheros y asistentes del convoy. Tenían el rostro pálido, las ropas cubiertas de polvo, tierra, sangre y los ojos hundidos por el cansancio. Algunos mantenían las manos entrelazadas, otros miraban el suelo.

Apenas los vieron entrar, uno de los cocheros, el más viejo: de cabello entrecano y manos aún temblorosas, dio un paso adelante.
—Señor Gabriel… —dijo con voz rota—. Lo lamentamos tanto. Eran muchos, señor… no pudimos hacer nada. Estaban armados, y en la oscuridad no tuvimos oportunidad.

Gabriel lo observó en silencio unos segundos. Notó el temblor en su voz, la mezcla de miedo y vergüenza. Dio un paso hacia él y le puso una mano en el hombro.
—No se preocupe, Harold. No fue su culpa. Ninguno de ustedes pudo preverlo.

El hombre asintió, mordiéndose el labio para contener la emoción.

Gabriel alzó entonces la voz, de modo que todos lo oyeran:
—Escúchenme bien. —Su tono fue firme, pausado—. No hay culpa alguna en defender la vida. Lo que perdimos hoy fue dinero, y el dinero se recupera. Ustedes no.

Hizo una breve pausa, dejando que sus palabras calaran.
—Lo importante es que están aquí, enteros. No quiero verles el rostro abatido. Yo me ocuparé de lo demás.

Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres. Algunos bajaron la cabeza, otros asintieron con alivio.

Marcos dio un paso al frente.
—El señor Whitaker tiene razón —añadió—. Hicieron lo que debían, y eso basta. Todos saben que lo que se perdió puede volver a ganarse. Lo que no se recupera son las vidas. Así que tranquilícense.

Su voz sonó cálida, sincera, y logró arrancar una leve sonrisa a uno de los mozos. Fue entonces cuando sus ojos se cruzaron con los del cochero que había intentado escapar durante la emboscada. El hombre parecía aún más pálido que el resto, con una venda improvisada en la frente.

Marcos se acercó y se inclinó ligeramente.
—¿Te sientes bien? —preguntó en voz baja.




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