Gabriel permaneció en silencio unos segundos, con la mirada fija en la mujer. Cuando habló, su voz fue baja, pero cada palabra sonó como un filo.
—Solo digo lo que es —respondió con dureza—. Su esposo tomó una mala decisión y me arrastró con él. Nada más.
La señora Weaver entrecerró los ojos, el gesto de altivez marcándose en cada línea de su rostro.
—Si tan seguro estás de que siempre tomas las decisiones correctas, entonces deberías haberte tomado el trabajo de decidir tú mismo si hacías o no ese envío. —Su voz se alzó, cortante—. Pero claro… es más fácil ponerle el peso a otros hombros y culparlos cuando todo sale mal. Así uno nunca asume riesgos, ¿verdad?
Gabriel apretó los puños. Y por un instante, Marcos creyó ver cómo su máscara se agrietaba.
Weaver apoyó la mano suavemente en el regazo de su mujer.
—Querida, por favor, basta. Yo mismo pedí ocuparme de los envíos grandes. No fue decisión suya.
Ella lo ignoró, con la mirada clavada en Gabriel, como si quisiera hundirlo.
—No importa lo intocable que te sientas, muchacho —dijo con veneno—. Si piensas que puedes venir a esta casa a juzgar a los demás, te equivocas.
—Y usted se equivoca al pensar que sus palabras no tienen peso —replicó Gabriel, la voz desafiante y sus ojos ardiendo en furia—. A diferencia de otros, yo sí puedo ver cuándo cometo un error.
—¡Gabriel! —el anciano alzó la voz, su gesto endureciéndose—. ¡Mide tu tono! Estás en mi casa, muestra respeto.
—Lo haría —contestó Gabriel— si no fuera porque su esposa confunde respeto con sumisión.
—¡Basta! —dijo Weaver, incorporándose.
Gabriel solo emitió una leve sonrisa con frialdad, mirándola.
—Su descendencia sufre las infamias qué dice su boca —murmuró.
La señora lo miró, confundida por esas palabras, como si no entendiera del todo su peso. Marcos, en cambio, sintió cómo se le erizaba la piel. Sabía lo que implicaba: Gabriel estaba a un paso de perder el control, de dejar que todo el odio contenido hacia esa familia se escapara.
—Gabriel —intervino Marcos al instante, dando un paso adelante, su voz tensa pero serena—. Ya basta, no ganamos nada con esto.
Evelin también se adelantó de golpe, pálida.
—¡Por favor! —exclamó—. ¡¿Qué les pasa?! Están hablando como enemigos.
El silencio cayó sobre la sala. Gabriel respiraba con fuerza, la mirada clavada en la anciana.
—¿Y tú a qué te refieres con eso? —la voz de la señora Weaver se alzó con indignación—. ¿Acaso estás amenazando a mi familia?
La expresión de Gabriel era contenida, pero sus ojos brillaban con una ira que le recorría cada palabra antes de salir.
—No es una amenaza, señora. Es solo una forma de decir que las palabras tienen consecuencias; y que a veces, los juicios injustos terminan volviéndose contra quien los pronuncia.
—¿Y qué demonios significa eso? —intervino Weaver, dando un paso adelante, el rostro crispado—. Habla claro, muchacho. ¿De qué estás hablando?
Gabriel sostuvo su mirada, el pulso en el cuello marcándole el esfuerzo que hacía por no estallar.
—De nada que deba preocuparle, señor —mintió con firmeza—. Solo digo que las malas decisiones traen sus propios castigos. Como la suya.
—¡Insolente! —exclamó la señora Weaver, con el rostro encendido—. Esta será la última vez que pongas un pie en mi casa, ¿me oyes? ¡La última!
Su esposo la sujetó por el brazo, tratando de calmarla, aunque su propio gesto era de furia contenida.
—Estoy de acuerdo —dijo con dureza, mirando fijamente a Gabriel—. Será mejor que te marches antes de que diga algo que ofenda aún más tu orgullo.
Gabriel alzó el mentón.
—No se preocupe —dijo con un tono gélido—. Ya tengo bastante con lo que escuché hoy.
Y sin más, se dio la media vuelta y salió del salón con paso rápido.
Marcos lo siguió casi al instante, no sin antes lanzar una mirada de reproche al matrimonio Weaver. Evelin también no perdió ni un segundo y corrió tras ellos, pálida, con el corazón latiendole en el pecho.
—¡Evelin! —gritó su abuela llamándola, pero la joven no se detuvo.
El eco de sus pasos resonó hasta el vestíbulo, donde Gabriel ya estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta principal.
—¡Gabriel, espera! —dijo Marcos, alcanzándolo.
Pero Gabriel no se detuvo. Avanzó unos pasos más, respirando con fuerza, antes de parar y girar hacia ambos. Su mirada pasó de Marcos a Evelin. Luego, tendió la mano hacia ella.
—¿Te vienes conmigo? —preguntó, su voz grave, más una orden que una súplica.
Evelin se quedó inmóvil, sus ojos se llenaron de una tristeza profunda, pero no avanzó.
—Yo… no puedo —murmuró al fin—. Me quedo con mis abuelos.
El rostro de Gabriel se tensó. Y lo que se reflejó en sus ojos no fue furia, sino una decepción fría, como si algo dentro de él se quebrara en silencio. Sin decir nada más, bajó la mano, dio media vuelta y siguió caminando hacia el carruaje.
Evelin lo observó irse, con los labios temblando. Marcos se giró entonces hacia ella, el rostro endurecido.
—¿No era que lo amabas? —le dijo en seco, sin ocultar su decepción.
—No te metas —respondió Evelin con dureza, conteniendo el llanto.
Marcos la sostuvo un instante con la mirada pero no dijo más. Luego salió, siguiendo a Gabriel. Lo alcanzó justo antes de que subiera al carruaje.
Tomó suavemente su brazo, deteniéndolo.
—Gabriel… —susurró.
Él se giró de golpe, con los ojos ardiendo de rabia.
—¡¿Qué?! —gritó, el eco de su voz rebotando en la piedra del camino.
Marcos lo miró un segundo en silencio, luego bajó el tono.
—Solo quiero saber si estás bien —dijo con calma—. Lo que pasó ahí dentro fue demasiado.
Gabriel respiró hondo. La furia seguía en su voz, pero había un temblor que la hacía humana.
—¿Y qué hay de ti, eh? —replicó con amargura—. ¿Tú también tienes algo que decirme? ¿Vas a terminar de apuñalarme como todos los demás?