Gabriel apenas había abierto los ojos cuando ya sabía lo que iba a hacer. No se detuvo a pensar demasiado. Se vistió con la misma prisa silenciosa con la que se toma una decisión irreversible y fue directo hacia la habitación de Marcos.
Había en su pecho una liviandad desconocida. La conversación de la noche anterior le había dejado una certeza que hasta entonces había temido: su deseo no era un delirio, ni una fantasía de soledad. Marcos también lo sentía. Lo había visto en su mirada, en esa sonrisa que decía más que cualquier palabra.
Mientras caminaba, Gabriel sabía que debía ser cuidadoso. La reputación de ambos, la de Evelin, incluso el éxito del plan que había urdido, dependían de su prudencia. Pero también sabía algo más peligroso: sentía por Marcos más de lo que Evelin le provocaba, más de lo que alguna vez creyó posible sentir por alguien.
Y ahora que conocía que era correspondido, esa certeza le daba una sensación de posesión silenciosa. No necesitaba decírselo. Marcos ya lo sabía, y eso bastaba.
Sin tocar la puerta, empujó el picaporte y entró. El aire de la habitación estaba tibio, impregnado del olor a flores y madera. Se acercó a las ventanas y corrió las cortinas de golpe, la luz inundó de inmediato el cuarto.
—¡Marcos! —gritó, con un entusiasmo poco común en él.
Marcos despertó de golpe, cubriéndose el rostro con una mano.
—¿Qué demonios haces tan temprano? —gruñó desde la cama, con voz adormecida.
Gabriel sonrió.
—El día está hermoso —replicó—. No merece que lo ignores.
—Hermoso o no, podría esperar una hora más —murmuró él, todavía con sueño.
Gabriel se apoyó en el marco de la ventana.
—Hay días en los que uno no quiere perder ni un minuto de lo que ama —dijo en voz baja, mirándolo.
Marcos lo observó con ternura, sorprendido por el matiz en sus palabras. Por un instante, todo lo demás desapareció. La revelación de anoche ardía todavía en su interior. Gabriel sentía algo por él. El hombre que amaba le correspondía, y eso era todo lo que importaba. El resto del mundo podía hundirse.
—Eres incorregible, Gabriel. —dijo finalmente, dejando escapar una risa suave.
—Lo sé —respondió él, divertido.
Durante casi toda la mañana, el despacho había sido un refugio. Entre papeles, sellos y copas de café frío, ambos se habían mantenido allí, bromeando, trabajando, revisando documentos que ya sabían falsificados con precisión milimétrica. La risa aparecía entre líneas y silencios; la tensión se disolvía cuando alguno hacía una broma o lanzaba un comentario mordaz. El ambiente era ligero, casi doméstico, si no fuera por la sombra de la investigación que los rondaba.
Cuando los bobbies llegaron a retirar los registros de envío y los comprobantes de pago, Marcos los entregó sin titubear. Ambos se habían asegurado de que no hubiera ni un error, ni un rastro de irregularidad. Todo debía parecer legítimo. Todo debía sostener el engaño.
—Ahí tienen —dijo Marcos, ofreciendo la carpeta al oficial.
—Gracias caballeros. Nos comunicaremos si necesitamos algo más —respondió el agente antes de retirarse.
Apenas cerraron la puerta, Gabriel exhaló, dejando caer los hombros.
—Bueno… —murmuró con media sonrisa—. Todo el orden.
Marcos sonrió también, inclinando la cabeza hacia un costado.
—Y cada vez mejores actores —bromeó.
El comentario los hizo reír, rompiendo la tensión.
Ya faltaba poco para el almuerzo cuando se encontraban en el comedor, sentados frente a frente, repasando los números de las últimas ventas.
—Mira esto —dijo Marcos, señalando una línea con el dedo—. Los ingresos de Whitcombe superaron lo que habíamos previsto.
Gabriel dejó a un lado la hoja que tenía, incorporándose. Se acercó hacia él, y cuando estuvo a su lado se inclinó sobre su hombro, lo bastante cerca como para percibir el calor de su piel. Aprovechó entonces para apoyar su mano sobre la de Marcos, que se encontraba extendida sobre la mesa.
El contacto fue intencional, medido, cargado de electricidad. Y sin decir nada, Gabriel entrelazó sus dedos suavemente, como si fuera un gesto casual.
—Los márgenes son más altos de lo esperado —murmuró, como si aún hablara de negocios.
Pero mientras lo decía, su pulgar empezó a moverse en un vaivén leve, una caricia que recorria la piel bajo su contacto.
Marcos apenas respiró. Sus ojos seguían fijos en el papel, pero su atención estaba completamente centrada en esa caricia. Sentía como la sangre le latía en los oídos. Luego, con una calma calculada, deslizó su propio pulgar contra el meñique de Gabriel, rozándolo en una respuesta casi inocente, pero que decía más de lo que cualquiera se habría atrevido a pronunciar.
Gabriel no apartó la mano. La sostuvo firme, mirando el papel como si leyera algo en él, aunque en realidad solo estaba memorizando ese contacto.
Cuando Marcos habló de nuevo, lo hizo en voz baja, fingiendo seguir con el tema anterior.
—Si mantenemos este ritmo, los ingresos se duplicarán antes de fin de año.
Pero mientras decía eso, sin pensar demasiado, su otra mano ascendió lentamente por el antebrazo desnudo de Gabriel, siguiendo la línea de la camisa arremangada. Sus dedos trazaron un recorrido casi reverente, sintiendo la tensión del músculo que tembló bajo su toque.
Gabriel cerró los ojos un instante, fue apenas unos segundos, pero bastó para que el mundo se contrajera a ese punto de contacto. Su respiración se volvió más lenta, y cuando los abrió de nuevo, lo miró.
Marcos sonrió con una mezcla de ternura y atrevimiento.
—¿Estás bien? —preguntó, sabiendo perfectamente la respuesta.
Gabriel rió suavemente, aún sin soltar su mano.
—Perfectamente. Solo que me cuesta concentrarme con ciertas distracciones, ahora hay cosas más interesantes que un balance, créeme.
Marcos bajó la mirada, disimulando la sonrisa.
En ese momento, la puerta que daba a la cocina se abrió con un chirrido breve. El cocinero, asomando la cabeza, se detuvo al verlos tan cerca. Hizo un leve ruido con la garganta para llamar su atención.