Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 83

Gabriel permaneció varios minutos en la biblioteca, aún con el cuerpo encendido, el pulso desbocado y la mente intentando volver al orden.

Todavía pensaba en Evelin, sin embargo, no era en el recuerdo de sus besos, o sus caricias, o sus palabras, sino en la conciencia de lo que había sentido mientras la tenía entre sus brazos.

Se recostó en el sillón, exhalando con fuerza, y dejó caer la cabeza hacia atrás. Evelin… ella representaba el orden, la calma, la normalidad. Era la promesa de una vida que podía sostener ante los demás sin que nadie lo juzgara. La certeza de lo que debe ser. Ella era el refugio social, el abrigo de una moral intacta, la manera de seguir siendo el hombre que todos creían que era.

Pero Marcos… Marcos era el refugio del alma. A su lado no había máscara posible. Lo desarmaba con una palabra, con una sonrisa apenas insinuada, con esa forma suya de mirarlo como si ya supiera todo lo que él no se atrevía a decir. Marcos lo enfrentaba con su propia verdad: la de aceptar que no era el hombre que creía ser.

Gabriel cerró los ojos. “No es que no quisiera amarlo”, se dijo, sino que temía no sobrevivir a hacerlo.

Él representaba la entrega, la pérdida de control, la condena que viene con la libertad. Ella, en cambio, era la ternura de lo conocido, el deseo que puede explicarse, la elección que encaja en el mundo.

Evelin era su parte racional. Marcos, su impulso.
Evelin era lo que entiende. Marcos, lo que lo enciende.

Y en esa lucha entre la razón y el deseo, Gabriel aún no estaba listo para rendirse del todo al deseo. Sabía que amaba más a Marcos, lo sabía con esa certeza dolorosa que no deja respirar. Pero también comprendía que elegirlo sería destruir la idea que tenía de sí mismo.

Y todavía no estaba dispuesto a hacerlo.

Permaneció un largo rato más en la biblioteca antes de decidirse a subir. Sabía que debía verlo. No podía explicar por qué, solo que lo necesitaba.

El aire del pasillo estaba quieto, y la luz que se filtraba por las ventanas acariciaba los marcos de las puertas. La del despacho estaba apenas entreabierta. Gabriel empujó con suavidad y entró.

Marcos estaba sentado frente al escritorio, inclinado sobre un informe, haciendo anotaciones con concentración. Levantó la vista al oír el sonido de la puerta cerrarse detrás de Gabriel.

—¿Está todo bien? —preguntó, con esa calma suya que a veces desarmaba.

Gabriel no respondió. Cruzó el cuarto despacio y se sentó en el borde del escritorio, a un paso de él. Durante unos segundos solo lo observó, como si estudiara cada línea de su rostro, cada gesto, tratando de anclar en él lo que le devolviera la paz.

—Estás hecho un desastre —murmuró Gabriel al fin, con una sonrisa suave que se le extinguió rápido.

Levantó las manos y, con naturalidad fingida, intentó acomodarle el cuello de la camisa. Sus dedos rozaron la tela y luego la piel.

Fue un toque leve al principio, casi una excusa. Deslizó sus pulgares varias veces por la curva del cuello de Marcos, sintiendo el calor, la textura viva, y por un momento no supo si buscaba ternura o perdón. Era un gesto diminuto, pero cargado de necesidad.

Marcos lo miraba fijo, sin hablar. Su respiración se volvió lenta, expectante, y en ese silencio algo cambió. El aroma ligero, floral e inconfundible, le llegó entonces, adherido a la piel y a la ropa de Gabriel: perfume femenino.

Marcos se quedó quieto. Lo supo sin necesitar confirmación.
La mirada se le endureció apenas, y aun así, su expresión era más triste que furiosa.

Gabriel lo notó cuando alzó la vista y vio el brillo en sus ojos, la decepción muda que lo atravesaba. Bajó las manos despacio, apartándolas de su piel.

Marcos habló entonces. Su voz sonó grave, contenida, como si cada palabra le costará salir.
—Tú… ¿aun sientes algo por Evelin?

Gabriel lo sostuvo con la mirada. Hubo un pequeño silencio antes de que respondiera, un espacio en el que ambos parecían contener la respiración.

—Tú sientes algo por Héctor —replicó Gabriel con calma, casi en un susurro.

Marcos entrecerró los ojos, confundido, dolido.
—¿Qué sientes por mi, Gabriel? —dijo al fin, con un temblor apenas perceptible.

En los ojos de Gabriel había algo entre ternura y derrota.
—Siento… —dijo despacio— que si las cosas fueran distintas, podría haberte amado toda mi vida.

Las palabras cayeron como un golpe suave pero devastador. Marcos se quedó quieto, con la vista fija en él, mientras la emoción le subía a los ojos.

Su respiración se quebró apenas.
—Me parte el corazón saber que eso no va a suceder —murmuró, con un hilo de voz.

Gabriel bajó la mirada por un instante, respiró hondo y respondió:
—A mí también, Marcos —dijo casi sin voz—. Pero no todo lo que uno desea puede sostenerse sin destruir lo que es.

Marcos respiró hondo, tratando de contenerse.
—Entonces quedate con tu deber —dijo, con un tono entre la rabia y la tristeza—. Puedes engañarte a ti mismo, Gabriel, pero no me obligues a mí a hacerlo también.

Gabriel lo miró, con esa mezcla de culpa y frustración que no encontraba salida.
—No es tan simple… —murmuró.

—Siempre lo es para ti —replicó Marcos con amargura—. Siempre hay una razón, una excusa, un deber.

Gabriel intentó acercarse, pero Marcos empujó su silla hacia atrás, mirándolo con una furia contenida.
—La forma en la que me hablás —dijo, con la voz quebrada— me hace desear irme.

La expresión de Gabriel cambió de pronto, su mirada se volvió dura, firme, segura.
—No quiero que te vayas.

—Y sin embargo, lo hacés imposible —respondió Marcos, mirándolo fijo, con los ojos brillantes—. No me hagas creer que algún día vas a elegirme.

La tensión se cortó de golpe. Marcos se levantó bruscamente y dio un paso para salir de allí, pero antes de avanzar, la mano de Gabriel le sujetó la muñeca con fuerza.

—Marcos… —dijo él, con un tono que era casi una súplica.




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