El disgusto de ambos era más que evidente. Gabriel mantenía la mirada fija en el abogado, el gesto contenido, los labios tensos; Marcos, en cambio, tenía el ceño fruncido, los brazos cruzados, como si cada palabra que se pronunciaba en aquella habitación le resultara una provocación.
La biblioteca se sentía opresiva mientras el caballero, un hombre de voz grave y contextura delgada, les exponía los deseos de su cliente.
—El señor Weaver considera recurrir a la garantía fijada en el contrato dado a la decisión del seguro. Quiere vender la bodega de Santa Aurelia, para obtener ingresos suficientes y así afrontar los costos inmediatos.
Marcos apretó la mandíbula. Gabriel lo notó, pero no dijo nada. La idea de perder Santa Aurelia les era intolerable a ambos: era un símbolo de independencia, de enseñanza, un recuerdo del padre que lo había edificado todo.
—Me parece una falta de respeto —dijo al fin Gabriel, con voz firme— que el señor Weaver decidiera reclamar sin siquiera presentarse en persona.
—Coincido —añadió Marcos enseguida, la ironía apenas velada en su tono—. Aunque quizás la distancia lo ayude a no ver el desastre que causó.
El abogado se removió en su asiento, intentando mantener la neutralidad.
—Comprendo sus molestias, caballeros, pero mi cliente solo busca salvaguardar sus intereses.
Gabriel se inclinó un poco hacia adelante.
—¿Intereses? —repitió, con una calma peligrosa—. Debería recordarle que pronto a los gastos actuales se sumará el pago de los sueldos de los trabajadores. Si Weaver no puede cubrir siquiera las pérdidas de su propia empresa, ¿cómo pretende cumplir con su parte hacia ellos?
El abogado vaciló un instante, luego asintió con cierta preocupación.
—Tiene razón, señor Whitaker. Hablaré con él al respecto.
Gabriel aprovechó el silencio breve que siguió.
—Entenderá que si no se les paga, una huelga sería inevitable. Y en ese caso, las pérdidas para todos serían mucho mayores.
Marcos asintió, siguiendo el juego con precisión.
—Exactamente. Él no puede arriesgarse a eso, ni nosotros.
El hombre observó a ambos con gesto pensativo, tomando notas. Entonces Gabriel habló otra vez, en un tono más suave, casi diplomático.
—Quiero que sepa que me he tomado el tiempo de considerar la situación económica actual del señor Weaver, y estoy dispuesto a solventar la mayoría de los gastos.
El abogado alzó la vista, sorprendido.
—¿Es decir que usted… cubrirá las pérdidas?
Gabriel sostuvo su mirada.
—Así es. Por supuesto no como benefactor, sino como prestamista. Un favor, si quiere llamarlo así, hasta que pueda estabilizarse.
Marcos intervino entonces, ocultando la incomodidad tras una sonrisa medida.
—Por fortuna, uno de nuestros últimos acuerdos comerciales nos deja un margen suficiente para sostenernos durante los próximos meses.
—Ya veo… —murmuró el abogado, haciendo un gesto de aprobación—. Supongo entonces que si actúan como prestamistas solicitarán garantías o intereses.
Gabriel apoyó los codos en los brazos del sillón y entrelazó los dedos, con la mirada fija en el hombre.
—Por supuesto —respondió con un dejo de frialdad—. Ningún préstamo serio se ofrece sin condiciones.
Luego prosiguió con una calma que no dejaba lugar a dudas sobre quién controlaba la conversación:
—Menciónele al señor Weaver que estoy dispuesto a pagar los costos del accidente. No cobraré intereses, precisamente porque comprendo la situación en la que se encuentra. Sé que no está pasando por su mejor momento, y esto más que un negocio, puede considerarse un gesto de buena voluntad.
El abogado lo observó con el ceño fruncido.
—¿Entonces el préstamo será sin intereses? —preguntó, desconfiado.
Gabriel asintió con serenidad.
—Así es. Pero con garantías, por supuesto. Las mismas que exigiría cualquier prestamista razonable. Terrenos, propiedades… algo tangible. No puedo arriesgarme a desembolsar una suma tan considerable sin asegurarlo debidamente.
El caballero tomó aire, echando un vistazo a los papeles sobre la mesa baja.
—Si se habla del valor total del préstamo —replicó mientras volvía a alzar la vista—, estamos considerando al menos tres o cuatro propiedades. No es una cantidad menor.
—Lo sé —respondió Gabriel sin vacilar—. Pero como comprenderá, tampoco quiero prestarle dinero y luego verme en la necesidad de mendigar su devolución.
Marcos entonces intervino, su tono contenidamente indignado.
—Y es lógico, señor. No puede esperar que carguemos con las pérdidas sin un respaldo. Cualquiera en su posición pediría lo mismo.
El abogado lo miró con una mezcla de resignación y respeto, sabiendo que, pese al tono, Marcos hablaba con razón.
—Entiendo su punto —dijo finalmente—, pero el señor Weaver no podrá desprenderse de tantas propiedades. Tal vez podríamos negociar que las garantías sean temporales.
Gabriel sonrió apenas, un gesto más de cortesía que de verdadera amabilidad.
—Está bien, pero que sean efectivas. Y no olvide que aún resta pagar los salarios. Si no se hace a tiempo, podrían paralizar todo el trabajo.
El abogado asintió lentamente, consciente de que la suma seguía creciendo en su contra.
—Lo discutiré con el señor Weaver —dijo con un suspiro.
Gabriel cruzó las piernas, fingiendo una despreocupación que solo acentuaba su dominio.
—Entre las garantías —añadió con voz medida— podría incluirse también la bodega de Santa Aurelia. No insisto en ello, por supuesto, pero es un bien de valor suficiente para equilibrar las cifras.
Marcos lo miró en silencio, con un leve estremecimiento interior. No había amenaza ni presión en las palabras de Gabriel, pero cuando hablaba con esa calma, era porque ya había decidido lo que quería más.
El abogado anotó aquello en su libreta.
—Comprendo. Le transmitiré todo al señor Weaver. Aunque, sinceramente, no sé si estará dispuesto a aceptar condiciones tan... firmes.