El comentario de su abuela la tarde anterior había quedado resonando en su mente como una melodía desafinada: “Si realmente amara a nuestra nieta…” Aquella frase, lanzada con frialdad en medio de la conversación, le había bastado para entender que la molestia seguía presente, pese a los gestos de cortesía.
Evelin pasó buena parte de la mañana frente al tocador, probando frases que sonaran naturales, convincentes. No podía decir que iría a ver a Gabriel; no cuando su abuela aún lo consideraba casi un enemigo. Pero la idea de usar a su prima como excusa le pareció perfecta.
—La extraño, abuela. Clara siempre logra hacerme reír… —había dicho con una dulzura estudiada.
La señora Weaver, pese a sospechar un poco, accedió a dejarla salir un par de horas.
Ahora, el perfume ligero de lavanda llenaba el cuarto de Clara, que la había recibido con abrazos y risas. Ella hablaba sin pausa, con una alegría que a Evelin le resultaba un tanto ingenua.
—Eduardo es tan atento… —decía su prima, con las mejillas encendidas—. Siempre me hace reír, y cuando salimos se preocupa hasta de que no pise los charcos.
Evelin la miró con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—¿Él no es amigo de Marcos? —preguntó con interés.
Clara asintió, aún sonriendo.
—Sí, si lo es.
Evelin inclinó un poco la cabeza, dejando que su tono se tiñera de una sutileza envenenada.
—Entonces deberías tener cuidado. A veces uno no sabe qué clase de gente puede influir en otro. Tal vez Eduardo no sea para ti.
Clara se irguió un poco, con una chispa de molestia en la mirada. Pero respiró hondo, disimulando con una risa suave.
—No todos son como tú crees, Evelin.
Ella sonrió con un aire ambiguo, como si quisiera pedir disculpas sin hacerlo.
—¿Y qué dicen tus padres al respecto? —preguntó, mientras se acomodaba en el sillón—. Imagino que Eduardo ya se habrá presentado para pedir permiso, ¿no?
Su prima asintió, aunque su sonrisa se apagó apenas un poco.
—Sí, hace unas semanas… pero no fue bien recibido. A mi padre no le agrada demasiado, dice que es un hombre de lengua suelta, que no mide sus palabras y que siempre parece estar bromeando.
—Bueno, tu padre no se equivoca. —dijo Evelin con una chispa de juicio en los ojos—. A veces el exceso de soltura puede ser poco decoroso.
Clara levantó la mirada, un poco ofendida.
—Eduardo no es irrespetuoso. Es sincero, dice lo que piensa, sin vueltas. Tal vez eso es lo que molesta a algunos.
—Gabriel me explicó que la sinceridad también puede ser un arma peligrosa si no se sabe usar—replicó ella suavemente, enderezando la espalda.
Hubo un breve silencio. Clara se puso a jugar con la cinta de su vestido, algo incómoda. Pero Evelin volvió a hablar, con un tono más ligero.
—Entonces, si tus padres no lo aceptan, ¿cómo es que se ven?
Clara bajó la voz, casi cómplice.
—Nos encontramos a veces en secreto, supongo. Aunque no tan secreto, porque cuando salimos terminamos viéndonos con medio pueblo —rió con ternura—. Eduardo no sabe ser discreto. Siempre encuentra alguna forma de llamar la atención. Pero eso es lo que me encanta de él.
Evelin la observó en silencio unos segundos, estudiándola. Luego sonrió, como si acabara de tener una idea repentina.
—Entonces podríamos aprovechar hoy —dijo con suavidad—. Podríamos salir juntas, decir que iremos a la plaza. Tú te encuentras con Eduardo y yo… —dejó la frase en el aire, como si no hiciera falta completarla.
Clara entendió al instante.
—Y tú vas a ver a Gabriel —dijo, con una sonrisa resignada.
Evelin asintió apenas.
—Podríamos reencontrarnos después en la plaza, así nadie sospecha.
Clara soltó una risa, divertida por la complicidad que se había formado. En el fondo, sabía perfectamente que Evelin no había ido hasta allí solo para verla. Si no que la estaba usando como excusa, y aunque eso la incomodaba un poco, también comprendía que cada una tenía sus propios motivos para desafiar las reglas familiares.
Mientras se peinaba frente al espejo antes de que salieran, pensó que al menos el engaño tenía una ventaja: le permitiría ver a Eduardo. Había escuchado los rumores sobre la situación económica de los Weaver, chismes que corrían por todas partes, pero había preferido no mencionarlos. No quería incomodar a su prima, y menos en un día en que ambas habían decidido desafiar lo que se esperaba de ellas.
….
En el salón principal, frente a frente, Gabriel y Marcos compartían el té, las risas suaves y el silencio cómodo de quien ya conoce los gestos del otro.
Por un instante, mientras Marcos comentaba algo sobre la visita del abogado esa mañana, Gabriel lo observaba con una sonrisa apenas trazada. En su mente cruzaba fugaz la imagen de la carta falsificada, dejada ese día temprano para que fuera entregada a Héctor. No se arrepentía.
Aquel momento, allí, con Marcos riendo frente a él, era lo único que necesitaba para convencerse de que había hecho lo correcto. Nada valía más que esa calidez, esa sensación de tenerlo cerca, y no estaba dispuesto a perderla por nada.
Marcos notó enseguida ese aire distante.
—¿En qué piensas? —preguntó con una media sonrisa.
Gabriel lo miró unos segundos, sin disimular cierta ternura.
—En que hay cosas que cuando las tienes frente a ti, no deberías dejarlas escapar.
Marcos se sonrojó apenas y bajó la vista hacia la taza, fingiendo que se servía más té.
Gabriel aprovechó ese instante para observarlo con una mezcla de deseo y afecto que le tensó el pecho.
—Por cierto —añadió, buscando un cambio de tema—, ¿por qué no dormiste anoche? Tenías ojeras en el desayuno.
Marcos rió con un leve suspiro.
—Supongo que pensaba demasiado. No podía dejar de repasar todo lo que pasó ayer.
Gabriel sonrió. Estaba por invitarlo a sentarse a su lado, buscando esa cercanía que tanto anhelaba, cuando escucharon unos golpes suaves en la puerta.