El cielo de la tarde seguía limpio, salpicado apenas por nubes que el viento empujaba hacia el oeste. En la plaza, los bancos se llenaban de familias, de mujeres con sombrillas y de jóvenes que reían en voz alta, ajenos a cualquier preocupación.
Evelin, sin embargo, no reía. Se encontraba sentada en una banca de hierro, con las manos cruzadas sobre el regazo, observando. Todavía seguía más qué molesta. Lo que había descubierto en la biblioteca no dejaba de darle vueltas en la cabeza: Marcos… dueño también. Le parecía un insulto, una burla, un aprovechado, eso era. Un muchacho sin apellido, sin linaje, sin más mérito que haberse metido bajo el techo de Gabriel. Le ardía pensarlo, imaginarlo moviéndose entre los pasillos de la casa como si tuviera derecho a todo.
Suspiró con fastidio, calculando que Clara aún tardaría un poco más en llegar. Pero entonces, unos minutos después, alzó la vista y vio un carruaje detenerse.
Eduardo bajó primero, sonriente, con ese aire desenvuelto que siempre lo acompañaba. Luego extendió la mano hacia adentro, y de allí descendió Clara, riendo. La tomó de la cintura y la alzó brevemente en el aire antes de dejarla en el suelo. Clara rió más fuerte, mientras él se inclinaba para besarla. La escena era luminosa, sincera, casi ingenua. Evelin, que los observaba casi sin moverse, apretó el abanico entre los dedos.
Un instante después, Clara se acercó hacia ella con una sonrisa amplia y el rostro encendido.
—¡Evelin! —exclamó con entusiasmo— justo a tiempo.
Eduardo, desde la distancia, las miró con ternura. Ver a Clara reír así bastaba para iluminarle el día. Cuando noto que ambas se disponían a marchar, sonrió para sí y subió de nuevo al carruaje.
—A la residencia Whitaker —le dijo al cochero con una media sonrisa—. No se demore.
El látigo chasqueó y los caballos emprendieron el camino, mientras en la plaza, Evelin y Clara comenzaban a caminar juntas entre la multitud.
A medida que avanzaban, Clara hablaba animadamente sobre su paseo con Eduardo y de lo bonito que estaba el día, pero Evelin apenas respondía con monosílabos, distraída, fingiendo una sonrisa.
—Evelin —preguntó Clara al fin, con voz más suave—, ¿te pasa algo? Desde que llegué estás callada, y ni siquiera te reíste cuando te conté lo del sombrero del cochero.
Ella se detuvo frente a una banca libre y suspiró.
—No… no es nada —dijo al principio, pero enseguida agregó con un dejo de enojo contenido—. Bueno, sí. Hay algo que no entiendo.
Se sentó con un movimiento brusco, acomodando el vestido con un tirón.
Clara la imitó, mirándola con atención.
—¿Qué cosa?
Evelin la miró un instante, dudando si hablar, pero la necesidad de decirlo la venció.
—Estuve ayudando a Gabriel con unos documentos y encontré algo absurdo. —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Resulta que puso a Marcos como dueño de todas sus propiedades.
Su prima abrió los ojos con sorpresa.
—¿De veras?
—Sí —respondió Evelin, con una risa amarga—. Todo lo que le pertenece está también a nombre de ese.
Clara ladeó la cabeza, pensativa.
—Bueno, tal vez Gabriel confía mucho en él. He visto cómo lo mira, y se nota que se entienden bien. Quizá lo considera como a un hermano, o parien…
Evelin la interrumpió con un gesto seco.
—¡No, Clara! No lo idealices. No tiene nada que ver con eso. Marcos no merece compartir lo que tanto le costó construir a Gabriel. Es un oportunista. Estoy segura de que lo manipulo.
Clara la observó con cierta tristeza.
—No deberías pensar tan mal. A veces las personas se ganan la confianza de otros sin buscar nada a cambio. Quizá deberías darle una oportunidad. Si te vas a casar con Gabriel, vas a tener que verlo todos los días. Tarde o temprano tendrán que llevarse bien.
Evelin apretó el abanico entre los dedos con tanta fuerza que casi lo rompió.
—No pienso aceptar eso. —Su voz era fría, firme—. No pienso convivir con alguien que se mete donde no lo llaman. Si Gabriel no se da cuenta, tendré que ocuparme yo de que desaparezca de su vida.
Clara frunció el ceño.
—Estás siendo muy cruel. Marcos no te ha hecho nada.
—No me lo ha hecho todavía, pero lo hará —esbozó una sonrisa que no tenía nada de amable—. Es cuestión de tiempo. Los hombres como él siempre terminan buscando que cobrar a los demás.
Clara la miró con paciencia, intentando poner cordura sobre el ardor.
—Piensa en frío, Evelin. Marcos trabaja para Gabriel. Lo ha ayudado durante años, debe conocer los números, los tratos, las rutas. Si Gabriel le ha dado más que un sueldo puede que sea para recompensar su lealtad; no necesariamente significa que haya una traición.
Evelin la fulminó con la mirada.
—¿Recompensar? —repitió con desdén—. Es su trabajo. Le pagan por ello. ¿Quién en su sano juicio le entrega la mitad de lo que construyó a un empleado? ¿Por qué firmarías escrituras si no hay lazos de sangre ni derecho alguno?
Clara respiró hondo, sin querer entrar en la furia de ella.
—No siempre hay que ver todo en clave de conspiración.
El silencio cayó entre ambas. Clara desvió la mirada, sin saber qué más decir, mientras que Evelin fijó los ojos en el horizonte, pensando.
Dejó entonces escapar un murmullo apenas audible.
—Tengo que entrar a su habitación, de cualquier forma. Quiero ver qué dicen esas cartas.
Clara la miró al instante, desconcertada.
—¿Qué dices? ¿Entrar a su cuarto?, no puedes…
—¿No entiendes? —interrumpió Evelin, con la voz afilada—. Tengo la sospecha de que Marcos no es quien aparenta ser.
Clara la observó, preocupada y algo asustada por la determinación que veía en sus ojos.
—No me gusta esto, Evelin —hizo una pausa—. Además ¿qué probarías?
Evelin se incorporó, los hombros tensos.
—Probaré que hay una verdad que está ocultando.
Clara no encontró consuelo en esa resolución. La plaza seguía a su alrededor, indiferente: parejas, carritos de castañas, niños alborotando. Pero para Evelin, el mundo se había reducido a una idea fija: volver si o si a entrar en la intimidad ajena para desentrañar una amenaza que aún no terminaba de nombrar.