Héctor dejó caer la carta sobre el escritorio con una lentitud casi dolorosa. El papel se deslizó unos centímetros antes de detenerse, y él permaneció inmóvil, mirando las líneas que acababa de leer una y otra vez, como si en algún momento las palabras fueran a cambiar por sí solas.
Sintió una presión en el pecho, un peso tibio que lo mantenía sin aire. Le dolía, sí, pero más que el dolor era la confusión lo que lo asfixiaba. ¿Cómo era posible que de una carta a otra, Marcos se transformara tanto? ¿Dónde había quedado el hombre que le escribió que soñaba con volver a verlo, qué le dijo “te espero en la lluvia si hace falta”? Ahora solo encontraba frases secas, medidas, casi diplomáticas.
No. Aquello no tenía el pulso del Marcos que él conocía.
Apoyó los codos en el escritorio y se frotó el rostro con ambas manos, mientras el silencio de la habitación parecía morder.
—Esto no lo escribió el mismo hombre que me tocó la cara con ternura —murmuró apenas, mirando el papel con los ojos entrecerrados.
El corazón le dictaba algo que su razón intentaba negar: que Marcos no hablaba con libertad, que algo lo estaba empujando a escribir de esa manera. Había un tono impuesto, una distancia forzada. Con los años había aprendido a leer no solo las palabras, sino las ausencias entre ellas, y allí había muchas.
En un movimiento lento, sacó una hoja nueva. Su instinto y su orgullo le pedían mesura, no desesperación. No debía mostrarse herido, sino atento. Si Marcos lo había apartado, quería entender si lo había hecho por voluntad o por obligación.
Apoyó la pluma en el tintero, respiró hondo y escribió con la precisión de quien camina sobre hielo delgado:
“Estimado Marcos,
He recibido tu carta. No negaré que me sorprendió el tono tan distinto a como te sentí la última vez, ¿qué es lo que sucedió?
No te juzgo; solo me inquieta no saber si estas palabras son realmente tuyas o si el peso de tus circunstancias te hizo elegir cada una por otro medio.
No busco una explicación, pero si aún hay algo que quieras decirme, dímelo sin miedo. Sabes que no necesito promesas, solo verdad.
Si este es el adiós, lo aceptaré. Pero si no lo es, sabrás dónde encontrarme.
Siempre con aprecio,
Héctor Duval.”
Ahora, Héctor se encontraba en el jardín, el aire le rozaba la piel con esa tibieza húmeda que precede al ocaso. El sonido del agua cayendo del surtidor de piedra era lo único que interrumpía el silencio. Sobre la mesa, el té comenzaba a enfriarse, pero él no tenía intención de beberlo. Había pasado la última hora repasando mentalmente cada palabra de la carta que había enviado, cada línea que podía ser malinterpretada, cada espacio donde el silencio podía doler más que cualquier frase.
No podía evitar pensar en Marcos, era como un veneno dulce. Recordaba el calor de sus besos, la manera en que su respiración se volvía temblorosa cuando lo tocaba, la suavidad de su voz, esa soltura que lo había cautivado desde el primer instante. Había creído, con una fe que le resultaba casi infantil, que podrían tener algo más. Que el destino, o la voluntad, les concedería un espacio propio, sin importarles las miradas, lejos de los juicios.
Había imaginado un futuro: despertarlo con el sol colándose por las cortinas, el roce de su piel tibia en la suya, la paz de un amor sin miedo. Pensaba que podría enseñarle a amar sin culpa, sin el peso de los secretos. Pero ahora, esas mismas palabras en la carta lo hacían dudar de todo. Si realmente eran suyas, lo herían; si no lo eran, lo asustaban.
Exhaló con cansancio, tomó la taza y la giró entre sus dedos sin beber. En su interior, todo era una mezcla de enojo y tristeza contenida. “¿Qué clase de juego estás jugando, Marcos?” pensó, con un dejo de rencor y deseo.
Entonces, el sonido de unos pasos firmes lo obligó a alzar la vista. Entre los rosales y las sombras, distinguió la silueta ancha y erguida de Auclair cruzando el umbral del jardín.
—¡Colega! —saludó el general con su voz grave, cargada de energía y camaradería.
Héctor apenas levantó una mano en respuesta, sin perder la compostura ni levantarse del todo.
—General —dijo con calma, esbozando una sonrisa leve—. No esperaba su visita tan pronto.
Auclair avanzó con paso decidido, el uniforme perfectamente abotonado, el brillo metálico de su insignia reflejando los últimos rayos del sol.
—Ni yo esperaba encontrarte tan pensativo —replicó con una media sonrisa—. Si no supiera que los informes están al día, pensaría que andas meditando sobre poesía, no sobre política.
Héctor dejó escapar una leve risa sin alegría, tomando finalmente un sorbo de su té ya tibio.
—No todos los campos de batalla se libran con espadas, general. Algunos son más silenciosos.
El hombre arqueó una ceja, percibiendo el tono, y se acomodó en la silla frente a él. Lo observó un instante con el ceño apenas fruncido, notando ese cansancio en los ojos de Héctor que pocas veces se permitía mostrar. El general sabía reconocer la melancolía de los hombres curtidos por el mundo; la había visto en soldados, en diplomáticos y en sí mismo, pero no solía verla en su amigo.
—Entonces, díme —dijo con seriedad—, ¿qué guerra libras hoy?
—He recibido una carta de Marcos —la voz de Héctor fue grave, serena pero cargada de un trasfondo amargo.
Auclair arqueó una ceja.
—¿Y eso no se supone que es una buena noticia? —replicó con media sonrisa, como si quisiera provocarlo a reír.
Héctor negó lentamente, sin sonreír.
—Debería serlo, sí. Pero no lo fue.
El general se acomodó en la silla, cruzando una pierna sobre la otra.
—¿Puedo preguntar por qué? O mejor dicho, ¿me lo dirías si no es demasiado inapropiado?
Héctor lo miró con ese gesto que solía usar antes de admitir algo importante.
—Esperame unos segundos —dijo, levantándose con calma.
Entró de nuevo a la casa, dejando el sonido de sus pasos perderse en el corredor. Auclair aprovechó para encender un cigarro, mirando hacia el jardín. Cuando Héctor regresó, traía en la mano dos sobres doblados con cuidado.