Gabriel despertó apenas se asomó el alba, con esa sensación espesa que le avisaba que algo importante lo esperaba. Se sentó al borde de la cama, el cabello aún revuelto, y permaneció unos segundos en silencio, observando cómo la luz pálida ingresaba entre las cortinas.
Sabía que su carta ya debía haber llegado a manos de Héctor, y que la respuesta no tardaría. Todo dependía de ese instante: de ser el primero en tomar el sobre antes de que Marcos lo viera, antes de que cualquier palabra ajena desbaratara el equilibrio que había construido con tanto cálculo.
Bajó las escaleras con paso firme, ajustando los botones de su chaleco. En el vestíbulo se cruzó con una de las sirvientas que llevaba una bandeja con tazas y servilletas recién lavadas.
—¿El señor Marcos ya bajó a desayunar? —preguntó Gabriel, con una voz tranquila pero vigilante.
—Todavía no, señor —respondió la muchacha, haciendo una pequeña reverencia.
—Bien… —murmuró él, y tras un segundo añadió con fingida naturalidad—: ¿Llegó la correspondencia de hoy?
—Sí señor, llegó temprano. ¿Desea que se la lleve a su despacho?
Gabriel negó con un leve gesto.
—No. Yo la tomaré.
La muchacha asintió y siguió su camino mientras que Gabriel avanzó hacia la mesa del recibidor. Tomó el pequeño manojo de sobres y comenzó a revisarlos uno por uno. Notas comerciales, invitaciones, cuentas… y ahí estaba: el sobre con el sello inconfundible de Héctor Duval.
Por un instante lo sostuvo entre los dedos, observando. Luego, con una sonrisa casi imperceptible, se lo guardó en el bolsillo interno del saco.
Subió de nuevo las escaleras, despacio, saboreando el control que aún tenía sobre la situación. Cuando ya estuvo en su habitación, cerró la puerta y se sentó frente al escritorio. Dejó el resto de las cartas a un lado y rompió con cuidado el sello de la de Héctor.
Al terminar de leerla, sonrió con esa ironía fría que le aparecía solo cuando las cosas salían tal como temía.
Claro que Duval sospecharía. No era un hombre ingenuo; era un militar. Un estratega acostumbrado a oler la trampa en las entrelíneas, a leer lo que otros callaban. No le sorprendía que Héctor no se dejara llevar por la emoción, mucho menos que tanteara el terreno. Y si Marcos leía aquella respuesta, no entendería nada. Y si entendía, todo se perdería.
Gabriel se recostó unos segundos en la silla, dejando que sus dedos tamborilearan sobre el escritorio. No podía entregarle esa carta a Marcos, tenía que fabricar una respuesta distinta, una coherente con la carta que él creía haber enviado. Una en la que Héctor pareciera resignado, tal vez aburrido. Algo que sonara convincente, pero sin afecto.
Abrió el cajón, sacó un pliego nuevo y una pluma. Pero antes de escribir, tomó una hoja vieja y comenzó a practicar la caligrafía de Héctor: el trazo, ligeramente inclinado, con esas H que parecían dibujadas con una espada.
Probó varias veces, comparando, repitiendo hasta que su pulso se acostumbró al ritmo del otro. Aun así, dejó la pluma a un lado con un suspiro de frustración. Llevaba casi media hora intentando imitar la caligrafía, y aunque sus primeros intentos habían sido prometedores, el resultado seguía sin convencerlo. Había algo en el trazo que lo delataba, y Marcos podría notarlo.
Movió la cabeza, pensativo. No podía permitir que un error tan pequeño arruinara algo tan grande.
Entonces, su mirada vagó distraída por la habitación… hasta que se detuvo en el florero del aparador. Gabriel entrecerró los ojos: una idea, una de esas que nacen del instinto y la crueldad mezcladas, empezó a tomar forma en su mente. Si la tinta se corría, si el papel quedaba manchado, nadie podría cuestionar del todo la diferencia de letra. Sonrió para sí y volvió a practicar un poco más, solo para perfeccionar los detalles antes de ejecutar el plan.
Pasaron apenas unos minutos más hasta que el sonido de unos pasos en el pasillo y el golpe de la puerta lo interrumpieron.
—¿Gabriel? —la voz de Marcos, clara, cálida, al otro lado de la puerta.
Gabriel rápidamente guardó las hojas, la pluma y el tintero dentro del cajón, cubriéndolos con unos papeles comerciales.
—Un segundo —dijo, mientras se acercaba y abría la puerta.
Marcos estaba ahí, con el cabello algo despeinado y la camisa aún sin abotonar del todo.
—¿Despierto tan temprano y vestido? empiezo a sospechar que te han cambiado.
Gabriel lo observó unos segundos, y la sonrisa que le devolvió tuvo un filo apenas perceptible.
—Cuando el amanecer promete verte, el sueño se vuelve inútil —dijo con tono provocador, sin apartar la mirada.
Marcos bajó la vista un instante, entre divertido y desconcertado.
—Deberías dedicarte a escribir poesía en lugar de contratos —bromeó, intentando disimular la sonrisa—. Anda, bajemos. El desayuno debe estar servido.
Gabriel asintió, pero antes de que Marcos pudiera moverse, le colocó una mano en la nuca, empujándolo suavemente por el pasillo.
—Entonces no me hagas esperar —murmuró, sus dedos acariciando sutilmente la piel al borde del cuello de su camisa.
Marcos contuvo el aliento por un instante, pero enseguida se soltó con una leve risa.
—Eres incorregible. —Y comenzó a bajar las escaleras, sin mirar atrás.
….
Durante el desayuno, el ambiente se volvió más liviano. Entre sorbos de café y pequeños comentarios, Marcos lo observó un momento.
—Te noto muy concentrado desde que bajaste. ¿Pasa algo?
Gabriel levantó la mirada, sereno.
—Solo espero que el abogado de Weaver no encuentre ningún inconveniente en el contrato. Quiero cerrar este asunto cuanto antes, estoy cansado del tema.
Marcos asintió, confiado.
—Seguro que no habrá problema. Será un buen día, ya verás.
Charlaron un poco más: comentarios triviales, breves sonrisas, silencios cómodos; hasta que Marcos se levantó, limpiándose las manos con una servilleta.
—Iré a buscar al escribano, así revisa los papeles antes de que llegue el abogado de Weaver.