Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 90

Los días siguientes de la semana trajeron una calma en apariencia normal. La residencia Whitaker y Weaver habían recibido el informe de los bobbies: la investigación seguía en curso, pero no había sospechosos, ni pistas, ni rastros. El accidente del envío no era más que eso; una mala jugada del azar, quizás obra de alguna pandilla de paso que no podía ser identificada. Nada que pudiera devolverles lo perdido ni que calmara el malestar que aún flotaba entre ambos apellidos.

Marcos, pese a sus esfuerzos por mantenerse firme, llevaba encima un peso silencioso. Le había escrito a Héctor, con una calma triste, cuidando cada palabra: le explicó que sus intenciones habían sido viajar a verlo, que no entendía por qué una semana había sido demasiado para esperar, que tal vez se había expresado mal y que, pese a todo, lo que sentía por él era real. Que si aún había forma de aclarar la situación, él estaba dispuesto a hablar. Sin embargo, la respuesta de Héctor no llegaba.

Lo que él no sabía era que Gabriel interceptó su carta como la anterior, aunque esta vez no la abrió. No necesitaba hacerlo, ya que entendía perfectamente lo que buscaba Marcos y no estaba dispuesto a permitirlo.

Esa noche, solo en el despacho, Gabriel acercó la carta al fuego. La cera del sello burbujeó, el papel se arqueó, y en segundos no quedaba más que un puñado de cenizas que aplastó con el atizador. Solo pensaba que si Héctor no recibía nada, se cansaría. Si se cansaba, se alejaría. Y si se alejaba, Marcos se quedaría con él.

Evidentemente el plan estaba funcionando, del otro lado de ese silencio, Héctor había pasado días enteros en una angustia que no quiso compartir ni con Auclair. Cada mañana revisaba su correspondencia con la esperanza absurda de ver la letra de Marcos. Pero nada.

Un general no debía ilusionarse así, un hombre como él no debía ponerse vulnerable por un muchacho que, quizá, nunca lo quiso como él creyó. Entonces decidió no escribir más. Si Marcos callaba, él aceptaría ese silencio como respuesta. Y cuando marchó al frente, lo hizo con esa tristeza callada que solo sienten los hombres que se obligan a cerrar una herida sin sutura.

Gabriel, por su parte, notaba los efectos del silencio en Marcos. A veces lo encontraba distraído, mirando por la ventana con una melancolía tenue, como si algo dentro de él se hubiera partido sin hacer ruido.

Y sí, sabía perfectamente de qué se trataba. Pero estimaba que mientras él estuviera ahí, a su lado, Marcos terminaría por olvidarlo. Por eso multiplicó sus esfuerzos: lo hacía reír, lo llevaba a supervisar tareas juntos, lo invitaba a almorzar fuera de la mansión, lo distraía con charlas triviales, con bromas, con esa complicidad que ninguno podía explicar del todo.

Pronto, los trabajadores comenzaron a notarlo. Se decía incluso que Gabriel Whitaker parecía una persona distinta cuando pasaba tanto tiempo con Marcos Baker: más relajado, más vivo, más hombre. Era como ver a dos aliados secretos, dos piezas que encajaban incluso sin quererlo.

Evelin, en cambio, no dejaba de ingeniárselas para aparecer en la vida de Gabriel cada pocos días. Decía que iba a dar un paseo, o que visitaría a una amiga, o que necesitaba aire. Pero siempre terminaba frente a la residencia Whitaker.

Su abuela lo sabía de sobra pero no decía nada, ya que en silencio, empezaba a planear algo. Sabía que Gabriel ya tenía las propiedades de su esposo y también era consciente de cómo él miraba a Evelin. No necesitaba presionar ahora: solo esperar.

Cuando llegara el momento, cuando su esposo volviera a sentirse acorralado por el dinero, ella hablaría con su nieta. Sería Evelin quien pidiera a Gabriel que devolviera las garantías, quien lo convencería usando ese amor que la anciana veía tan claro entre ellos.

Solo había que dejarlo madurar.

….
En el salón principal, las risas de Evelin y Gabriel llenaban el aire. Ella tenía la mano entrelazada con la de él, jugueteando con sus dedos, mientras Gabriel inclinaba apenas la cabeza y dejaba un beso rápido, sigiloso, en la curva de su cuello.

Justo entonces, el sonido de pasos irrumpió el momento. Marcos apareció en la entrada, detenido solo por un instante, dejando que sus ojos recorrieran la escena: la cercanía, las manos unidas, el gesto íntimo.

En ese instante Gabriel soltó la mano de Evelin con sutileza, casi como si fuese un movimiento natural. Era un hábito de los últimos días: cuidarse, disimular, borrar cualquier rastro de afecto cuando Marcos estaba cerca.

Evelin giró la cabeza y, en cuanto lo vio, frunció el ceño con una expresión de absoluto fastidio.
—Ah —dijo en voz algo más alta de lo necesario—, veo que la parte más desagradable de la casa ya se presento.

Marcos no respondió, no frunció el ceño, no apretó los puños, ni devolvió la mirada. Simplemente desvió la vista y siguió caminando, bordeando el salón rumbo a la cocina, como si nada hubiera escuchado.

Evelin volvió el rostro hacia Gabriel y se encontró con sus ojos fijos en ella, serios, tensos. No estaba complacido, ni un poco.

—¿Qué sucede? —preguntó, desconcertada por su expresión.

Gabriel inspiró por la nariz, controlado, pero con un filo firme en la voz:
—¿Por qué haces eso?

Evelin parpadeó, ofendida.
—¿Hacer qué? Solo he dicho lo que pienso.

Gabriel negó despacio con la cabeza, sin apartar la mirada.
—No me gusta —dijo, cortante pero sin elevar la voz—. No tienes que hablarle así. No aquí. No delante de mí.

Ella abrió la boca para replicar, pero se contuvo al ver cómo Gabriel desviaba la mirada, claramente molesto, como si esa pequeña crueldad le hubiera golpeado directamente a él. Y en lugar de disculparse, entreabrió los labios con una sonrisa que le iluminó los ojos de picardía.

—Tal vez conozco algo que sí te gusta —susurró.

Antes de que él pudiera responder, acortó la distancia y deslizó una mano por su pecho. Se inclinó y besó la línea de su mandíbula, luego el lateral de su cuello, con una devoción que quemaba. Gabriel cerró los ojos y exhaló un suspiro involuntario. Su cuerpo reaccionaba.




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