El carruaje se detuvo con un último traqueteo suave sobre el camino de grava, apenas Gabriel y Marcos descendieron, el aire fresco del bosque los envolvió con su aroma verde, húmedo, casi resinoso. El atardecer caía despacio, tiñendo de cobre y violeta las copas altas de los árboles que rodeaban la propiedad.
Frente a ellos, se alzaba una mansión elegante propia de una familia antigua: tres plantas, grandes ventanales enmarcados en piedra clara, el techo de pizarra oscura y una hilera de chimeneas de las que salía un humo tenue. Una casa de campo hecha para recibir y para impresionar.
A la distancia, desde un lateral, emergía Eduardo. Al verlos, levantó una mano en señal de saludo y aceleró el paso con una sonrisa amplia en el rostro.
—¡Por fin! —exclamó cuando estuvo a pocos metros—. Baker, espero que hayas traído el vino. No me gustaría que la cena fuera un fracaso por tu culpa.
—¿Y privarte de inculparme si algo sabe mal? Jamás —respondió Marcos con una media sonrisa.
Eduardo soltó una carcajada antes de girarse hacia Gabriel.
—Whitaker —lo saludó con formalidad, inclinando un poco la cabeza—. Es un verdadero placer tenerlo aquí.
—El placer es nuestro —respondió Gabriel con una cortesía impecable.
Eduardo los observó un instante, entre divertido y desafiante.
—Díganme que trajeron a sus mejores caballos, porque mañana la cacería no será un simple paseo. Consideren que estamos compitiendo.
Marcos arqueó una ceja, divertido.
—Mientras tus perros no nos derriben en la salida, creo que sobreviviremos.
Gabriel añadió con calma:
—Confío en que mi caballo no me hará quedar mal, aunque no puedo prometer lo mismo respecto a mi acompañante.
—Idiota —susurró Marcos, conteniendo la risa.
Eduardo rió a carcajadas y luego hizo una señal al mayordomo que lo esperaba unos pasos detrás.
—Lleven el equipaje de los caballeros al primer piso. Sus habitaciones serán las dos enfrentadas al final del pasillo izquierdo.
—Sí, señor —respondió el mayordomo con una inclinación.
Eduardo entonces les abrió paso con un gesto, extendiendo un brazo hacia la puerta principal que estaba abierta de par en par, iluminada por candelabros de bronce.
—Pasen, pasen. Los presentaré al resto de los invitados. Estoy seguro de que la noche será bastante entretenida.
Apenas cruzaron el umbral, el aire cálido del interior los envolvió con olor a madera vieja, cera y vino recién descorchado. En ese instante, dos caballeros bajaban por la escalera conversando entre ellos. Ambos detuvieron su charla al ver llegar a Eduardo con sus invitados.
Eduardo levantó una mano.
—¡Alejandro, Henry! Quiero presentarles a mis recién desembarcados aventureros —bromeó.
Los hermanos bajaron el resto de los escalones con elegancia británica. Eran casi parecidos: ambos delgados, de ropa impecable y ese aire de abogados que nunca abandonaba del todo la postura solemne.
—Alejandro y Henry Astley, abogados y expertos en encontrarle problemas legales hasta a una cucharilla de té —añadió Eduardo con una sonrisa.
—Caballeros —saludó Alejandro inclinando un poco la cabeza.
—Un placer —añadió Henry.
—Y ellos —continuó Eduardo, poniendo una mano en el hombro de cada uno— Gabriel Whitaker y Marcos Baker, comerciantes de vinos y licores. Los responsables de que esta casa jamás se quede seca.
—Hacemos lo que podemos —dijo Marcos con una media sonrisa mientras estrechaba la mano de cada uno.
Eduardo entonces miró hacia el interior y alzó la voz:
—¡William! ¡Deja de esconderte!
Un hombre alto, de modales francos y sonrisa fácil, apareció desde una sala lateral limpiándose las manos con un pañuelo.
—Aquí estoy Eduardo, no grites que ya tengo edad para el susto.
—Caballeros —dijo Eduardo—, William Capell, amigo mío de la infancia y comerciante de ganado.
William les estrechó la mano, observándolos con una chispa divertida en los ojos.
—A ver, déjenme adivinar… —los recorrió con la mirada, se detuvo en Marcos y sonrió— Tú debes ser Marcos Baker, ¿cierto?
Marcos rio mientras estrechaba la mano del hombre.
—Sí, ese soy yo. ¿Se me nota en la cara?
—Se nota porque Eduardo no se calla —respondió William entre risas—. Habla tanto de ti que cualquiera diría que te tiene por hermano.
Eduardo puso los ojos en blanco.
—No exageres, William. Si fuera mi hermano ya me habría arruinado media cava.
—Y tú media reputación —replicó Marcos, haciendo que todos soltaran una carcajada.
Luego William miró a Gabriel.
—Y tú… no hace falta que adivine. Ese porte sólo puede ser el del famoso Gabriel Whitaker.
—Famoso, ¿eh? —respondió Gabriel con un apretón de manos firme y cortés—. Espero que sólo digan cosas buenas.
—Bueno —intervino Eduardo con tono burlón— él es quien los pondrá a todos en cintura, así que compórtense.
Alejandro asintió exagerando seriedad.
—Al fin alguien coherente y dispuesto al orden llega a esta casa. Nos salvará de la anarquía.
Todos rieron, incluso Gabriel que ladeó una sonrisa casi imperceptible pero existente.
Eduardo volvió entonces a tomar el mando:
—Faltan Charles, es médico, y Alfred, un militar retirado. Salieron a buscar leña con uno de los sirvientes. Llegarán en cualquier momento. Luego los presentaré.
Gabriel comentó con tono neutro.
—Espero que no hayan ido demasiado lejos. El bosque se oscurece rápido.
—No lo creo, saben lo que hacen —dijo Eduardo, haciéndoles un gesto para que lo siguieran—. Vamos, les enseñaré sus habitaciones así pueden acomodarse antes de la cena. También rezar para que el cocinero no haya decidido experimentar esta noche.
….
Gabriel esperó a que el reloj diera la hora exacta de la cena antes de salir de su habitación y detenerse frente a la puerta de Marcos.
Cuando tocó y obtuvo el permiso para ingresar lo encontró de pie frente al espejo, acomodándose el chaleco con gesto concentrado. La camisa blanca se tensaba sobre su pecho cada vez que respiraba hondo y la luz cálida de la lámpara le perfilaba la mandíbula y el cuello.