El jardín trasero vibraba con energía; un murmullo de cascos, risas y voces cruzadas anunciaban que la salida estaba cerca. El sol oculto a veces caía sobre la hilera de árboles, iluminando el polvo que levantaban los mozos mientras traían los caballos.
Marcos estaba allí, firme, sujetando las correas de Taiko con una mano mientras conversaba con William y Alejandro. Los tres reían, pero él hablaba con ese entusiasmo suelto que solo tenía con los animales y con las cosas que de verdad le importaban.
—Les juro que si hacemos una carrera, Taiko los deja comiendo tierra —decía, palmeando el lomo brillante del animal—. Este desgraciado corre como si hubiera nacido para humillar al resto.
A un par de pasos, Gabriel esperaba a que terminaran de ajustar el arnés de Tzar. Fingía mirar al caballo, pero en realidad sus ojos volvían, una y otra vez, hacia la misma dirección.
Tres sirvientes sujetaban a los perros de caza que se agitaban inquietos, y cerca de ellos, dos muchachas sostenían bandejas con copas y refrescos. Una de ellas, la misma del beso, intentaba parecer ocupada, pero su mirada estaba clavada en Marcos como un imán. Cada vez que él reía, ella sonreía. Cada vez que él movía el hombro o acomodaba la montura, ella lo seguía con los ojos, ansiosa.
Gabriel sentía la irritación subirle por el estómago cada vez que la veía observándolo. Algo que se manifestaba solo en un gesto tenso de las cejas o un leve apretón de mandíbula. Lo peor era que Marcos ni siquiera se daba cuenta, ni una sola vez había girado hacia la muchacha. Aun así, verla allí lo ponía de mal humor.
Marcos tiró un poco de la correa y le hizo un gesto.
—¿Puedes sujetarme a Taiko un segundo? Voy a buscar algo de beber.
Gabriel sintió su propio pulso con fuerza. Si lo dejaba ir, él iba directo a esa bandeja. A ella.
—No —respondió con rapidez para no levantar sospecha—. También quiero tomar algo antes de partir. Iré yo, quédate tranquilo.
—¿Seguro?
—Sí —insistió Gabriel—. Traigo para los dos.
Marcos sonrió, volviendo sin más a su conversación, mientras que Gabriel avanzó con paso firme hacia las dos muchachas. La joven enderezó la postura apenas lo vio llegar, acomodándose un mechón detrás de la oreja mientras intentaba sonreír con dulzura.
—¿Qué desea, señor? —preguntó con una voz suave, demasiado para su gusto.
Gabriel inclinó apenas la cabeza, una cortesía revestida de hielo.
—Dos vasos de agua, por favor.
—Claro, ahora mismo —respondió ella, apurada, casi ansiosa por quedar bien.
Tomó la jarra y comenzó a servir. Sus dedos temblaron apenas cuando le entregó el primer vaso. Y justo en ese instante, a unos metros más allá, se escuchó la carcajada sonora de Marcos. Una de esas risas cálidas que llenaban el aire y no pedían permiso para instalarse.
La muchacha giró la cabeza enseguida, como si el mundo se redujera a ese sonido. Sus labios se curvaron en una mueca que pretendía ser inocente pero no lo era.
Gabriel la observó con calma, evaluando. Y cuando ella volvió a mirarlo, él le sostuvo la mirada. Su tono, cuando habló, tenía la suavidad de una navaja envuelta en terciopelo.
—Sería prudente que no malinterpretes su amabilidad —dijo, recibiendo el segundo vaso—. Él no busca lo que tú creés.
La sonrisa de ella titubeó.
—Yo… no estoy buscando nada indebido, señor.
—Oh, claro que sí —replicó Gabriel—. Solo te advierto que no sigas mirando donde no debés. No eres la mujer adecuada. Y Marcos no es un juego.
La muchacha apretó la jarra entre los dedos. Sintiéndose claramente retada, sus ojos grandes brillando con una mezcla de vergüenza y resistencia.
—Con todo respeto, no creo que sea usted quien decida eso.
Gabriel dio un pequeño paso hacia ella, muy discreto.
—Me temo que sí —murmuró—. Porque soy quien mejor lo conoce. Y quien menos va a permitir que lo distraigan las… fantasías ajenas.
Ella bajó la mirada al suelo, derrotada. Y Gabriel retrocedió con una sonrisa impecable.
A mitad de camino, Marcos, que lo había observado, alzó una ceja viéndolo venir.
—¿Está todo bien? —preguntó mientras tomaba su vaso.
—Perfecto —dijo Gabriel con tono seco.
Marcos bebió un trago y lo miró por encima del borde, curioso.
—Y tú… ¿Recuerdas lo que hablamos anoche?
Justo cuando Gabriel iba a responder, los mozos llegaron con los caballos que faltaban. Uno de ellos le entregó las riendas de Tzar; él las tomó y luego volvió la cabeza, con una sonrisa lenta, casi provocadora.
—No todo lo que preguntás merece respuesta.
Marcos soltó una risa corta, divertida.
—Eres un evasor, pero está bien. No voy a insistir… por ahora.
En ese momento, al ver que todos ya estaban preparados, Eduardo levantó un brazo, indicándoles que se acercaran. Cada uno sujetaba las riendas de su caballo, ubicándose en un semicírculo frente a él.
—He estado pensando —comenzó Eduardo— que podríamos hacer esto un poco más interesante. Equipos de dos. ¿Qué dicen? Seria una competencia mucho más divertida.
Henry asintió enseguida, acomodándose las mangas del saco.
—Totalmente de acuerdo. Nada como un poco de competencia para mantenernos despiertos.
Charles, que estaba revisando la cincha de su caballo, levantó la vista.
—Y el equipo ganador se llevaría el mérito completo. Me parece justo.
Eduardo chasqueó los dedos, celebrando la idea.
—Exactamente. Además, quienes logren cazar primero al animal, tendrán el honor de dar el primer bocado esta noche. El resto —miró a todos con diversión— deberan cocinarlo con sus propias manos.
Marcos aplaudió una vez, riéndose.
—¡Ese sí es un premio como la gente! Me encanta.
William intervino con entusiasmo.
—Perfecto, pero ¿cómo sabremos quién lo atrapó primero?
Antes de que Eduardo contestara, Alfred levantó la mano.
—Podrían hacer dos disparos seguidos al aire. Todos escucharíamos la señal.