Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 94

Gabriel llevaba un buen rato cabalgando en silencio, aunque cada pocos segundos deslizaba una mirada de reojo hacia Marcos. Había algo en su expresión, un pensamiento clavado, que lo mantenía tenso. Mientras tanto, Marcos avanzaba atento, observando entre los árboles por si el ciervo volvía a cruzarse en su camino.

—Debe andar cerca todavía —murmuró Marcos sin girar la cabeza—. No creo que se haya ido muy lejos.

Gabriel exhaló lento, alzando la vista hacia el cielo grisáceo que comenzaba a cerrarse sobre ellos.
—Si la lluvia nos alcanza antes será imposible seguirle el rastro. Todo el suelo se va a mezclar.

Marcos esbozó una sonrisa apenas visible.
—Entonces sigamos antes de que el cielo se ponga caprichoso.

Como si le divirtiera la urgencia en su tono, Gabriel chasqueó la lengua.
—Recuerda: el primero que lo vea tiene derecho a disparar. No pienso discutir por eso otra vez.

—Nunca discutimos. Solo te gusta ganar.

Gabriel no respondió, aunque su mirada de reojo dijo más que cualquier palabra.

Avanzaron unos minutos más por un sendero angosto donde las raíces de los árboles sobresalían como serpientes. De pronto, Tzar pisó mal una de ellas; la pata se deslizó, el animal se ladeó y Gabriel tuvo que aferrarse con fuerza a las riendas.

—¡Maldición! —soltó entre dientes cuando logró enderezarlo.

Marcos detuvo su caballo enseguida.
—¿Estás bien?

—Creo que sí —respondió Gabriel con un resoplido, mientras movía su montura hacia adelante—. No pareció grave.

Marcos lo siguió con la mirada, afilada. Y cuando Gabriel avanzó unos pasos más, el sonido fue claro: un golpe irregular contra el suelo.

—Tu caballo está cojeando, Gabriel.

—Lo sé —respondió él sin detenerse—. Si tenemos que perseguir al ciervo, así no voy a alcanzarlo.

Marcos apretó la mandíbula, adelantando su propio caballo hasta ponerse a su lado.
—Podemos bajar y seguir a pie. O volver. No todo tiene que ser por la fuerza.

Gabriel lo miró de perfil, serio, casi desafiante.
—Me basta con que no te metas cada dos segundos en lo que hago.

—Dios… —soltó Marcos con una risa seca— deja de querer controlarlo todo. Hasta las raíces del suelo quieres manejar.

—Me gusta tener todo en orden —replicó Gabriel con frialdad—. Si eso te molesta, no es mi problema.

Marcos soltó un bufido, casi una risa cansada.
—El problema no es que quieras orden. El problema es que también quieres que yo funcione como tú.

—Si funcionaras como yo —soltó Gabriel, más filoso— no vivirías metiéndote en problemas. Ni metiéndome a mí en ellos.

Marcos lo miró, dolido y desafiante a la vez.
—Y si fueras un poco como yo, no tendrías que esconder todo lo que sientes.

Hubo un breve silencio, y Gabriel apretó la mandíbula, cansado.
—Siempre terminamos discutiendo por algo.

Marcos rio suavemente.
—Siempre fue así desde que éramos niños. Tú tan rígido… y yo con ganas de molestarte todo el día.

—Era imposible tomarte en serio —comentó Gabriel, con una mueca asomando en sus labios.

—Y a ti era imposible sacarte una sonrisa, te veías tan serio que daban ganas de arruinarte el día —bromeó Marcos.

Aquello hizo que Gabriel soltara una carcajada sonora, inclinándose un poco hacia adelante mientras tiraba suavemente de las riendas para detener su caballo. Marcos también frenó el suyo, contagiado por la risa.

—Bueno —dijo con una sonrisa pícara—, si quieres, ahora mismo te puedo arruinar el día también.

Gabriel lo miró de lleno, todavía sonriendo, y entonces sin más le soltó:
—Estuve pensando —comenzó— que podríamos irnos de viaje. Tener unas vacaciones. Donde tú quieras.

Marcos lo miró fijamente, sorprendido.
—¿Solo nosotros dos? ¿O también tu amada? —preguntó con una ironía muy suave.

—Solo tú y yo —respondió él sin dudar.

Marcos tragó saliva, los ojos brillándole un poco.
—Entonces sí, me gustaría.

En ese instante Gabriel dio una palmada fuerte en el aire, un gesto impulsivo, casi festivo. Por fin tendría a Marcos para él solo. Sin Evelin acechando entre líneas. Sin Héctor como amenaza silenciosa. Solo ellos dos, sin rivales, sin máscaras, sin distancias.

Marcos sonrió:
—Creo que podríamos ir a… —pero su voz se cortó en seco.

Se quedó inmóvil, con el cuerpo rígido y la sangre helada mientras intentaba procesar lo que tenía frente a él, lo que estaba detrás de Gabriel. A pocos metros, tras unos arbustos apenas aplastados, se erguía un oso enorme cuya delgadez solo hacía más perturbadora su presencia: las costillas marcadas bajo el pelaje oscuro, el lomo hundido, la respiración áspera que hacía vibrar las hojas a su alrededor. Pero lo peor era la sangre. Toda la mandíbula del animal estaba manchada de rojo espeso, reseco en algunas partes y fresco en otras, formando hilos que le caían hasta el pecho. Entre los dientes sostenía lo que quedaba de la pata de un perro, un trozo de carne desgarrada con hueso expuesto que se balanceaba con cada movimiento, goteando un rastro oscuro en la tierra.

El aplauso de Gabriel lo había alertado.

Marcos sintió cómo el corazón le martillaba en las sienes, pero aun así obligó a sus labios a moverse apenas lo suficiente para susurrar, con voz baja y controlada:
—Gabriel… no te muevas bruscamente… Tenemos que salir de aquí. Ya.

Gabriel frunció el ceño, incapaz de entender aquella expresión tensa en el rostro de él.

—¿De q…? —intentó preguntar. Pero Marcos negó apenas con la cabeza, como si un gesto demasiado amplio pudiera desencadenar la tragedia.

Y casi por reflejo, intrigado por esa mirada fija, Gabriel comenzó a girar muy lentamente para ver qué observaba Marcos. Apenas alcanzó a tomar aire cuando sus ojos se encontraron con los del oso, que lo miraba con la intensidad de un depredador que ya ha decidido si vale la pena atacar. El animal olfateó el aire con un bufido áspero, clavando sus garras en la tierra húmeda.




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