Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 95

El ataque del oso cayó sobre ellos con una brutalidad que no daba tiempo para entender nada: solo un estallido de fuerza descomunal, un impacto que hizo vibrar la tierra y luego el mundo entero se volvió rojo. La sangre brotó enseguida, caliente y oscura, goteando, salpicando, escurriéndose entre la tierra y las raíces como si quisiera teñirlo todo.

Los gruñidos del animal se mezclaban con los relinchos desgarrados de Taiko, un sonido que no parecía de este mundo. Cada mordida era un chasquido húmedo, cada zarpa un golpe seco que hundía carne y hueso. Todo era tan ensordecedor que incluso el grito desesperado de Gabriel, llamando a Marcos, quedaba ahogado entre ese caos animal.

Marcos apenas alcanzó a comprender qué estaba pasando antes de sentir cómo el peso del caballo lo aplastaba contra el suelo. Su espalda crujió al recibir el impacto y el aire le explotó en los pulmones. No sentía su propio cuerpo; no sabía si sangraba, si tenía huesos rotos, si algún órgano le latía aún entero. Solo sabía que tenía que salir de allí. Ese instinto primario, ciego, era lo único que se imponía sobre el dolor.

Taiko relinchaba sobre él, sacudiéndose de forma espasmódica mientras el oso se le echaba encima como una maquinaria de muerte. Marcos no escuchaba nada más; toda la escena era ruido, temblor, sangre. El caballo pataleaba, resollaba, se retorcía mientras el oso lo mordía, lo tironeaba, hundía los dientes en su cuello y luego en su lomo. Cada vez que el animal lo sacudía, el cuerpo enorme de Taiko golpeaba a Marcos como un ariete.

En un momento, sin entender cómo, sintió que el peso se desplazaba. Un hueco. Un espacio. Su costado quedó libre apenas unos segundos. Era la única oportunidad que tendría. Trató de arrastrarse, de sacar las piernas de debajo de Taiko, pero antes de poder escapar, el caballo giró en un último espasmo de agonía; volviendo a caer sobre él. Las patas del oso bajaron con fuerza sobre el cuerpo del caballo y una de sus garras, largas, afiladas, negras de sangre, se clavó directamente en la pierna de Marcos.

El dolor fue tan repentino y brutal que le arrancó un grito que le desgarró la garganta.

Desde arriba de la ladera, Gabriel vio todo sin poder moverse. La impotencia lo estaba destrozando desde adentro: veía los movimientos rabiosos del oso, la locura de la escena, las mordidas sucias arrancando carne, los tirones que desgarraban el cuerpo del caballo. Veía a Marcos revolcándose bajo ese infierno, intentando escapar como podía, hundido entre sangre, tierra y hojas trituradas. Todo estaba siendo devorado ante sus ojos.

Su mente trataba de pensar qué hacer, cómo intervenir, cómo salvarlo, pero no tenía nada. Ni siquiera tenía arma. La había perdido cuando Taiko y Tzar prácticamente volaron por el sendero durante la persecución. Y cada vez que escuchaba a Marcos, cada jadeo brutal, algo dentro de él se quebraba con más fuerza.

Era como ver morir a lo que más temía perder. Y solo tenía la certeza de que estaba a segundos de llegar demasiado tarde.

Entonces reaccionó. Tiró de las riendas y obligó a Tzar a lanzarse cuesta abajo por la pendiente, sin importarle el ángulo peligroso ni las piedras sueltas. Solo veía a Marcos moverse entre sangre y tierra, y un único pensamiento lo dominaba: llegar. Enfrentar al animal con lo que fuera. Desviarlo. Darle a Marcos una oportunidad.

Pero apenas Tzar empezó a descender, el grito de Marcos le atravesó el pecho.

—¡No! ¡Vete de aquí! —la voz salió quebrada, ahogada, pero fue tan desesperada que Gabriel se quedó helado un segundo.

Marcos había logrado girar la cabeza mientras seguía forcejeando bajo el peso de Taiko. Sus ojos, tensos, abiertos de par en par, encontraron a los de Gabriel justo cuando Tzar resbalaba sobre la tierra húmeda de la bajada. El miedo en su expresión no era por él mismo: era por Gabriel.

Aun así, Gabriel siguió bajando. Veía cómo Marcos empujaba, arañaba la tierra, intentaba hacerse espacio mientras Taiko agonizaba, chorreando sangre por el cuello que el oso desgarraba con las fauces. El animal ahora gruñía más fuerte, completamente enloquecido, clavando sus zarpas para aferrar mejor a su presa mientras la levantaba y sacudía.

—¡Gabriel, aléjate! ¡Vete! —Marcos volvió a gritar, esta vez con la voz rota. Y al hacerlo, le clavó una mirada que no dejaba lugar a dudas: una súplica desesperada.

Aquella mirada detuvo en seco a Gabriel. Si Marcos seguía gritando así, el oso desviaría su atención y lo mataría.

Frenó a Tzar con un tirón áspero de las riendas. Su respiración era un temblor desordenado. No podía avanzar… pero tampoco podía quedarse quieto viendo cómo Marcos luchaba por salir.

Entonces, justo cuando Gabriel pensaba lanzarse igual, Marcos logró un movimiento milagroso: el oso levantó con las mandíbulas el cuello de Taiko para arrancarle un bocado, y ese instante liberó el peso sobre las piernas de Marcos. Él rodó hacia un costado, una, dos, tres veces, como un animal herido buscando sombra, hasta quedar medio oculto entre unas ramas bajas, jadeando, con la sangre chorreándole por quién sabe dónde.

Gabriel lo vio esconderse, también como el oso seguía concentrado en despedazar el cuerpo del caballo. Era su oportunidad de sacarlo de allí con vida.

—¡Escondete! ¡Volveré! —gritó Gabriel, la voz vibrando con decisión.

Hizo girar a Tzar con violencia, casi tirándolo de costado, y lo espoleó con todas sus fuerzas. El caballo, todavía tembloroso, obedeció y salió disparado por el sendero, alejándose entre los árboles mientras Gabriel apretaba los dientes y sentía la garganta cerrada por el terror.

Si no volvía con algo… Marcos moriría allí.

….
Charles apareció finalmente entre los árboles, con el caballo sudado y el gesto cansado. Apenas salió al claro, vio a todos reunidos: William y Henry levantaban los brazos, victoriosos, el ciervo ya tirado a un costado mientras festejaban como si hubieran ganado una guerra.




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