Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 96

Apenas el caballo se detuvo frente a la casa, todos se precipitaron a rodearlo. Cuando Henry y Alfred bajaron el cuerpo de Marcos, el caos estalló sin aviso: Charles levantó la voz, ordenando que lo llevaran adentro con urgencia, y Alejandro abrió paso empujando sillas y objetos hacia el comedor que había sido transformado en una sala improvisada. La mesa central ya estaba despejada, cubierta solo por toallas y mantas.

Alfred y William cargaron a Marcos entre sus brazos, el cuerpo flácido, la cabeza inclinándose hacia atrás mientras la sangre se deslizaba por su cuello. Gabriel los siguió sin respirar, sin parpadear, todavía temblándole las manos por el esfuerzo de haberlo sostenido en el bosque.

Eduardo, aún montado, bajó apenas un segundo después, pero cuando desviaba la mirada para buscar a Gabriel, lo encontró detenido a medio camino, fijo, mirándolo con una mezcla de sorpresa, miedo y tensión, algo que lo dejó quieto. No entendió al principio qué era esa expresión, pero cuando bajó la vista hacia su propio cuerpo, lo comprendió: su camisa y pantalón estaban teñidos completamente de rojo, empapados, saturados, como si hubiera emergido de un baño de sangre. La sangre de Marcos.

Al levantar la cabeza, vio la desesperación en los ojos de Gabriel. Pura, desnuda, que no tenía nada que ver con su férrea dureza. Era algo vulnerable, quebrado. Algo que Eduardo jamás le había visto.

El impacto le sacudió el pecho.

Se volteó de inmediato para ocultar su apariencia, casi torpe en el movimiento, y empezó a desabrocharse la camisa con manos tensas, pegajosas por la sangre seca y la húmeda. Miró a un costado, encontró a uno de los sirvientes paralizado, y le gritó con un tono ronco, impaciente:

— ¡Una camisa! ¡Rápido, ahora!.

El sirviente salió corriendo sin siquiera asentir. Y detrás de él, Gabriel había dejado de observar para correr entrando a la casa. Atravesó la puerta casi tropezando, impulsado por la imagen del cuerpo, por el murmullo urgente de voces que ya discutían qué hacer y por el olor ácido de la sangre que se había extendido en un rastro desde la entrada hasta el comedor.

Apenas el cuerpo de Marcos tocó la mesa, Charles se inclinó sobre él con una rapidez feroz. Sus manos, firmes y ásperas, comenzaron a desatar el torniquete que habían improvisado con la camisa de Gabriel, luego tomó una tijera y se dispuso a cortar la ropa sucia y rota, arrancándola a tirones mientras los restos caían al piso con un sonido húmedo.

La tela desgarrada dejó al descubierto el cuerpo desnudo, cubierto de barro, sangre seca y fresca, arañazos y moretones que parecían multiplicarse cuanto más se revelaba su piel. Alejandro, al ver la completa desnudez, tomó una toalla que tenía cerca y la extendió rápido sobre la entrepierna de Marcos para cubrirlo.

Cuando Gabriel entró, empujando la puerta con un golpe brusco, todas las cabezas se levantaron hacia él durante un segundo; eso fue todo lo que tardaron en volver los ojos a Marcos.

Gabriel avanzó hasta quedar al lado de Charles, la voz quebrada, tensa.
—¡¿Qué piensas hacer?! ¡¿Qué necesitas?! —preguntó, sin poder apartar los ojos del cuerpo inmóvil.

—Primero limpiarlo —respondió Charles sin mirarlo—. No puedo ver nada con toda esta porquería encima.

—Tiene una herida abierta atrás, en la espalda —avisó Gabriel con urgencia, sintiendo que la voz se le escapaba áspera.

—Pásenme la botella de whisky —ordenó Charles—. Y un trapo. Ahora.

Eduardo entró en ese instante desde el salón y se acercó a Gabriel con una camisa y un trapo en las manos.
—Tomá. Limpiate el pecho. Tienes sangre por todos lados.

Sólo entonces Gabriel bajó la mirada y vio su torso: estaba completamente desnudo, manchado de rojo, con gotas espesas resbalando entre sus costillas. Tomó el trapo, se lo pasó sobre la piel sin cuidado, solo para quitarse lo peor, y luego se colocó la camisa que Eduardo le extendía. Ni siquiera la abotonó; le colgaba abierta, dejando ver parte de las manchas que no había logrado quitarse.

Charles levantó la voz de repente, irritado por la cantidad de gente alrededor.
—¡Todos afuera! No necesito un maldito ejército mirándome trabajar. Que se queden dos sirvientes. El resto, afuera. ¡Ya!

Gabriel dio un paso adelante sin pensarlo.
—Yo me quedo.

—Yo también —añadió Eduardo.

Charles los miró rápido, calibrando, y finalmente asintió.
—Bien. Pero los demás, fuera de aquí.

El comedor se vació en un instante. El portazo de quienes salían resonó en las paredes como un latido seco.

Charles unció el trapo, lo empapó en whisky y lo pasó con firmeza sobre el pecho y el abdomen de Marcos, limpiando barro, sangre y hojas que se habían pegado a la piel. Pero cuanto más limpiaba esa zona, más evidente se hacía algo: no había heridas profundas al frente. Sólo raspones y moretones

—No veo nada aquí… —murmuró, frunciendo el ceño.

—Tenemos que darle vuelta —dijo uno de los empleados mientras se acercaba.

Entre los sirvientes, Eduardo y Gabriel giraron el cuerpo con cuidado. Y apenas la espalda de Marcos quedó a la vista, un silencio brutal cayó sobre todos.

El desgarro comenzaba en el lado izquierdo de la espalda, poco debajo de las costillas, y se extendía como una línea devastada hasta perderse por debajo del glúteo. La piel estaba arrancada en grandes tiras irregulares, algunos pedazos aún colgando; la carne viva palpitaba al aire, ensangrentada, repleta de tierra incrustada y restos de pasto. Las marcas de garras eran profundas, largas, como si el oso hubiera arrastrado toda su fuerza por esa zona mientras caía sobre él.

La sangre comenzó a correr otra vez, lenta primero, luego más insistente, el simple movimiento había desatado de nuevo la hemorragia.

Gabriel sintió el estómago torcerse, no pudo apartar los ojos del desgarro. Esa herida abierta, temblorosa, que parecía respirar por sí sola, le golpeó en el pecho; y entonces se fracturó.




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