Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 98

Gabriel caminaba por la cocina con la jarra de agua fría que Charles había pedido. La sostenía con ambas manos, intentando mantener la respiración pareja pese al nudo oscuro que le apretaba el pecho desde hacía horas.

El silencio lo envolvía todo pero, de pronto, un grito desgarró el aire. Uno que él conocía demasiado bien. No había duda. Ese tono quebrado, ese alarido de dolor, lo había oído antes.

Reaccionó de inmediato acelerando el paso, después casi corrió.

El eco de otro grito estalló desde el fondo del pasillo y Gabriel sintió la sangre helársele en las venas. Al llegar a la habitación, la puerta estaba cerrada. Adentro se oían voces rápidas, órdenes y forcejeos.

Otro grito de Marcos, más crudo, más desesperado:
—¡Por favor… basta… basta!

Gabriel sintió que se le desprendía el alma. Dejó la jarra sobre el pequeño mostrador junto a la puerta, casi haciéndola caer, y agarró el picaporte. Lo giró con fuerza pero no cedió.

—¿Qué…? —murmuró, incrédulo.

Probó de nuevo. Nada.

Desde adentro, otro gemido de Marcos, uno tan cargado de terror que le desgarró la paciencia.

Los ojos de Gabriel se incendiaron.
—¡Abran! —golpeó con dureza—. ¡Abran la maldita puerta!

Pero no obtenía respuesta. Golpeó nuevamente, furioso, sintiendo cómo el impulso lo arrastraba a una desesperación feroz.
—¡¿Qué están haciendo?!—empezó a empujar con el hombro, los dedos crispados en el picaporte, el corazón rugiéndole en los oídos—. ¡Abran ya mismo!

Nada.

Empujó una vez más, esta vez con el cuerpo entero, como si pudiera atravesar la madera con pura voluntad. Su respiración ya era un jadeo ronco, frenético, la mezcla de miedo, ira y la certeza de que Marcos lo necesitaba ahí, con él, ahora.

Adentro, Alfred y Alejandro se apretaban contra la puerta, hombro con hombro, los pies firmes sobre el piso. La madera temblando con cada embestida de Gabriel.

—Esto es injusto —murmuró Alejandro con un hilo de voz, apretando los dientes—. ¿Escuchás cómo grita? ¡Lo estamos empeorando, Alfred!

—¡Ya lo sé! —escupió él, clavando todo su peso contra la tabla. Otro golpe los sacudió—. ¡Pero es demasiado fuerte! ¡Si nos corremos ahora, entra y nos arranca la garganta a todos!

El picaporte vibró, giró con violencia, y del otro lado se oyó el rugido de Gabriel:
—¡Abran, malditos idiotas! ¡Abran la condenada puerta!

Alejandro cerró los ojos un instante, sintiendo que el corazón se le subía al cuello.
—No puedo creer que estemos haciendo esto.

Otro golpe, y la madera crujió.

Mientras tanto, Eduardo estaba casi encima de Marcos, sujetándole los brazos contra el colchón. Marcos se sacudía, bañado en sudor, la piel ardida, el cuerpo entero temblando. Y Charles, inclinado sobre él, estaba forzando la sutura con manos rápidas, desatando los puntos casi a tirones.

—¡Charles, basta! —rogó Eduardo, mirando cómo los ojos de Marcos se llenaban de lágrimas—. ¡Está perdiendo la cabeza, dale más opio!

—¡No puedo darle más! —chilló Charles sin levantar la vista—. ¡Ya tiene demasiado en la sangre! ¡Si se lo doy, lo mató, así que sujetalo y deja de hablar!

Marcos gritó como si lo estuvieran cortando vivo, la voz rota, quebrada, desesperada:
—¡Paren! ¡Por favor! ¡Me duele! ¡No… no me toquen!

Eduardo sintió el estómago anudarse. Las lágrimas de Marcos caían hacia la almohada mezcladas con el sudor. Intentó sujetarlo con más suavidad, pero Marcos se retorció y lanzó otro alarido.

—¡Gabriel! —rompió finalmente, un grito crudo, aterrado, desgarrado—. ¡Ayúdame! ¡Por favor, ayúdame!

El nombre estalló por la habitación y, del otro lado de la puerta, Gabriel se congeló un solo segundo. Luego rugió como si hubieran apretado una herida propia.
—¡Marcos! —su voz tembló, brutal—. ¡Ya voy! ¡¿Me escuchás?! ¡Aguanta!

Empujó con todo el cuerpo, con la desesperación convertida en fuerza salvaje.
—¡O abren o los mato a todos!

Alejandro tragó saliva.
—¡No podemos seguir así, va a tirar la puerta abajo!

—¡Ya lo sé! —replicó Alfred, mientras otro golpe hacía vibrar el marco.

Charles, irritado, sin dejar de meter los dedos en la carne inflamada, gritó:
—¡Gabriel! ¡Cierra la maldita boca!

Pero Marcos ya estaba llorando, temblando, llamando a Gabriel como si su nombre fuera su única salida del infierno. Y Gabriel, del otro lado, volvió a embestir como un animal.

De pronto, la voz de William llegó suave.
—Gabriel, basta. Ellos saben lo que hacen. Tienes que parar.

—Por favor, escúchanos —agregó Henry, acercándose por detrás.

Pero Gabriel no escuchaba nada. Empujó de nuevo, haciendo que las bisagras chirriaran. William intentó sujetarlo por el antebrazo, sólo un gesto para frenarlo, y fue ahí cuando la mirada de Gabriel se levantó y se clavó en él.

—Si te atreves a tocarme otra vez —bufó, sin gritar— lo vas a pagar.

William retrocedió un paso y Henry palideció.

Gabriel volvió a embestir la puerta. Pero esta vez, Alejandro se apoyó mal tratando de resistir y cedió, trastabillando hacia un costado.

La madera se abrió de golpe, y apenas cruzó el umbral, Gabriel se detuvo un segundo. Alfred y Alejandro estaban a un costado, inmóviles, mirándolo como si esperaran una explosión. Más hacia el centro, Eduardo y Charles estaban inclinados sobre la espalda de Marcos. Sus manos, sus prendas, las sábanas… todo salpicado de sangre.

Marcos estaba despierto. El cabello pegado a la frente, la respiración entrecortada. Y aun con el rostro contorsionado por el dolor, aun delirante, lo miraba. Sólo a él. Los ojos abiertos, temblorosos, fijos en Gabriel como si fuera lo único que todavía reconocía.

—¡¿Qué le están haciendo?! —bramó Gabriel antes de pensar.

Intentó abalanzarse sobre Eduardo, arrancarlo de encima, apartarlo, lo que fuera. Pero Alfred se movió rápido y lo atrapó por detrás, rodeándole el torso.




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