Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 100

Marcos flotó varios días en una oscuridad espesa, un territorio sin bordes donde el tiempo no existía. Cada vez que intentaba abrir los ojos, un dolor punzante le atravesaba la cabeza y lo obligaba a cerrarlos de inmediato. La primera vez apenas logró distinguir un destello, una línea difusa que no le permitió saber si era de día o de noche. El cierre de sus párpados fue tan rápido que dudó incluso de haber despertado.

A veces escuchaba pasos, murmullos, el roce distante de objetos moviéndose, pero el cansancio era tan pesado que no se atrevía a esforzarse por salir de aquel sopor. El dolor lo mantenía hundido, dócil, como si su propio cuerpo lo estuviera protegiendo de la realidad.

Cinco días pasaron desde el ataque del oso, cuando finalmente abrió los ojos durante más de un par de minutos. En ese momento descubrió que estaba solo. La habitación le resultaba completamente ajena: las paredes de madera, la tenue luz ingresando desde algún rincón, el olor a hierbas secas. Intentó mover la cabeza y una punzada le recorrió el cuello. Sentía el cuerpo adolorido, un ardor tibio en la piel, como si cada herida aún murmurara. Trató de entender cuánto tiempo había pasado, pero el pensamiento se disolvió antes de formarse. Sin advertirlo, el sueño volvió a arrastrarlo hacia abajo.

Despertó otra vez por un sonido seco: la puerta cerrándose. Giró lentamente la cabeza hacia un lado y vio varias velas encendidas sobre una mesa, sus llamas quietas en el aire inmóvil de la noche. Esa sola imagen le permitió calcular la hora con más claridad. Quiso mantenerse despierto, esperar a quien hubiera entrado y salido, pero el agotamiento lo rodeó como una manta tibia y terminó cediendo. Esta vez, sin embargo, notó con alivio que el cuerpo ya no le dolía tanto.

La siguiente vez que abrió los ojos lo hizo con una sensación distinta: un gris suave apenas iluminaba la habitación. El dolor de cabeza persistía, sordo pero insistente, como un recordatorio de que aún no estaba recuperado. Sentía que la cama lo consumía, que cada minuto allí dentro le restaba energía en lugar de devolverle. Necesitaba levantarse, respirar aire fresco, alejarse de ese encierro donde el tiempo se diluía y él volvía a caer en un sueño que no elegía.

La idea de seguir tirado, perdiendo horas que no podía medir, lo desesperó más que el dolor mismo. Y por primera vez desde el accidente, deseó verdaderamente despertar por completo.

Reunió el poco coraje que le quedaba y, con un esfuerzo torpe, apoyó los brazos contra el colchón para incorporarse. Sintió cómo los músculos tironeaban, tensos y temblorosos, como si protestaran por cada centímetro que avanzaba.

Cuando por fin logró quedar sentado, se quedó quieto, respirando hondo, dejando que el dolor se asentara sin desbordarlo. Afuera, el canto disperso de los primeros pájaros del día comenzaba a colarse por la ventana, un sonido suave que contrastaba brutalmente con lo que sentía en su cuerpo.

Con movimientos lentos, empezó a apartar la sábana que lo cubría. La tela rozó su piel y reveló moretones, rasguños y vendajes. Observó su propio cuerpo con una mezcla de incredulidad y repulsión; no entendía cómo era posible que su piel hubiera tomado ese color violáceo, casi negro en algunos puntos. Se pasó la mano por uno de los moretones, tanteando la superficie caliente, midiendo el dolor con el dedo. Luego inclinó el torso hacia adelante para tocarse el vendaje de la pierna, intentando evaluar qué tan grave era… pero un tirón agudo, cortante, le atravesó la espalda baja y lo obligó a contener un gemido, apretando los dientes.

Decidido a no seguir hundiéndose en esa cama, se desplazó lentamente hasta el borde. Desde allí, dejó deslizar la pierna izquierda hacia el piso. Cuando el pie tocó la madera, sintió firmeza, un alivio que le dio un poco de seguridad. Pero al mover la derecha para bajarla también, un dolor punzante, casi como una aguja clavándose desde dentro, lo hizo apretar los ojos de golpe. Aun así, su plan no cambiaba: quería llegar a la puerta. Solo eso. Unos pasos. Un objetivo simple, casi ridículo, pero que en ese momento se sentía como escalar una montaña.

Apoyó un brazo en la mesa de noche y usó toda la fuerza que tenía para levantarse. Lo logró a medias, tambaleándose, con las rodillas temblando bajo su peso. Y cuando trató de dar el primer paso, apoyando la pierna derecha hacia adelante, ni siquiera llegó a completar el movimiento.

El dolor lo golpeó con una violencia inesperada, un filo que se hundió en la carne y le cortó la respiración. El pie falló. El cuerpo se inclinó hacia adelante sin control. Y antes de poder aferrarse a algo, se desplomó de lleno contra el suelo. El golpe resonó en toda la habitación, un estruendo seco que le sacó un grito desgarrado.

Apenas pasaron unos segundos, cuando la puerta se abrió de golpe. El ruido fue tan brusco que Marcos levantó la cabeza con un esfuerzo torpe.

En el umbral, con la mano aferrada a la madera y los ojos completamente abiertos, Gabriel lo miraba como si acabara de ver un fantasma. Un shock puro, crudo, dibujado en su rostro. Y en un solo movimiento: rápido, casi violento de tan impulsivo, se lanzó hacia él. Se arrodilló junto a su cuerpo y lo rodeó con los brazos, apretándolo contra su pecho como si necesitara sentirlo vivo, tibio, real. No le importó el suelo, ni los vendajes, ni el estado en el que estaba; solo lo sostuvo con fuerza, sin notar siquiera el quejido ahogado que se escapó de Marcos al sentir la presión.

—Eres un maldito idiota —murmuró contra su cabello, la voz ronca.

Marcos soltó una risa temblorosa, más aire que sonido.
—Si quieres que deje de serlo podrías empezar por soltarme un poco —bromeó, apretando los párpados cuando un dolor punzante lo recorrió por detrás—. Creo que me estás rompiendo algo más.

Gabriel aflojó apenas el abrazo.
—Cállate —dijo, apartándose solo lo suficiente para verlo bien.

Entonces le tomó la cara entre las manos. Su mirada clara, fija, intensa, se hundió en la de Marcos como si buscara asegurarse de que seguía siendo él, de que seguía respirando.




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