—¿Entendiste lo que tienes que hacer? —la voz firme de la señora Weaver cortó el silencio como una tijera.
Evelin la miró con los ojos muy abiertos, aún sin poder ocultar el temblor de incertidumbre en ellos. Sentada en el borde de la cama, se acomodó la falda antes de responder:
—No la entiendo ¿no era que no quería que viera a Gabriel? —preguntó con un tono entre confundido y dolido—. Ahora me está mandando directamente a verlo y… pedirle algo.
Su abuela soltó una pequeña risa, sin humor, como si aquello fuera una obviedad.
—Ya deja de fingir conmigo, niña. Hace rato sé que cada vez que sales de esta casa es para ir a verlo. Tu expresión cambia cuando vuelves. ¿Creíste que no me daría cuenta?
Evelin sintió cómo el rubor subía a sus mejillas.
—Yo… pensé que…— balbuceó, sin saber qué decir.
—Haz lo que te digo —la interrumpió la señora Weaver con autoridad—. Es por nosotros. Por tu abuelo, por mí, y sobre todo por ti.
—No sé si lograré convencerlo —admitió Evelin bajando la mirada—. Me parece demasiado lo que me pide.
—Si ese hombre te ama, hará lo que tú le pidas —sentenció su abuela inclinándose hacia ella—. ¿No estás segura de que te ama?
Evelin sonrió, aferrándose a ese sentimiento.
—Sí. Estoy segura. El amor que él me hace sentir es lo más seguro con lo que puedo contar en esta vida.
—Bien —asintió la señora Weaver—. Entonces repíteme lo que harás.
Evelin tragó saliva y respiró hondo, antes de recitar casi como una alumna disciplinada:
—Iré con el abogado cuando el abuelo lo mande con Gabriel, y antes de que hablen, pediré un momento a solas con él. Le diré que necesito que devuelva las propiedades a mi abuelo, que no contamos con tanto dinero, que me está perjudicando también a mí.
La señora Weaver la observó en silencio unos segundos, hasta que arqueó una ceja.
—¿Y qué más?
Evelin apretó las manos sobre su regazo.
—Abuela, eso ya es demasiado.
—¿Qué más? —repitió, con tono férreo.
Evelin cerró los ojos un instante para darse valor, y finalmente lo dijo:
—Que si no lo hace entonces no me ama tanto como dice hacerlo. Que me está haciendo daño.
La señora Weaver sonrió por primera vez en la noche, una sonrisa fina, calculadora.
—Muy bien.
Evelin la miró con desasosiego.
—¿Y si me equivoco? ¿Si todo sale mal? Yo solo quiero que él me elija a mí, a nuestro futuro.
Su abuela tomó su mentón con suavidad, pero con una fuerza que no permitía escapatoria.
—Las voces amables también mienten, querida —susurró—. No te dejes engañar por promesas dulces si no se sostienen con hechos. Si una mujer no se defiende a sí misma, nadie lo hará por ella. Gabriel debe demostrar que tú eres su prioridad.
—Pero yo lo amo.
—Lo sé, pero a veces tienes que elegirte por sobre él —respondió la señora Weaver con una frialdad envuelta en cariño—. Si no está dispuesto a hacer ese pequeño sacrificio por ti, no vale la pena que sigas poniendo tu corazón en sus manos.
Evelin asintió despacio, por dentro sabía que su abuela tenía algo de razón. Siempre veía y ponía por delante a Gabriel, ahora le tocaba a él hacer algo por ella.
La señora Weaver se incorporó y se dirigió hacia la puerta.
—Prepárate. Mañana será un día importante —dijo antes de marcharse.
Y ella se quedó ahí, sola en su cama, preguntándose si el amor de él podría aceptar ceder un paso.
….
Antes de ir a ver a Marcos, Charles fue primero esa mañana a buscar a Eduardo. Lo encontró en el despacho, acomodando unos papeles.
—¿Tienes un bastón? —preguntó sin rodeos.
Eduardo levantó la mirada, primero confundido, luego preocupado. Soltó un suspiro hondo, resignado.
—Sí, tengo uno ¿En serio no hay otra alternativa?
Charles negó lentamente.
—A estas alturas, ya no. Han pasado días y no hay avances. Es la única solución para que pueda moverse sin destruirse más.
Eduardo agarró un bastón robusto pero elegante que se apoyaba sobre un estante. Se lo pasó con un gesto tenso.
—Esto no le va a gustar —sentenció con amargura.
—No es cuestión de que le guste o no —respondió Charles—. Es lo que necesita.
….
Unos minutos después, Marcos estaba sentado al borde de la cama, con la respiración pesada y el cabello húmedo por el esfuerzo. Miraba al suelo como si quisiera fundirse con él. El bastón descansaba apoyado en la pared, convertido en un accesorio que se negaba a reconocer.
Charles se cruzó de brazos.
—De pie. Intenta sostenerte sin apoyo —ordenó.
Gabriel observaba unos pasos más atrás, quieto, tenso, con las manos en los bolsillos.
Marcos inhaló por la nariz, reuniendo fuerzas. Puso un pie adelante, luego el otro, y la pierna derecha tembló, violenta, como si tuviera vida propia. Un pinchazo agudo lo atravesó y le arrancó un gemido lleno de rabia y dolor. El pie se le dobló hacia adentro, incapaz de sostener el peso, y el mundo se inclinó con él. Fue entonces que Gabriel se movió, llegando a tiempo para sujetarlo del brazo.
—No lo toques todavía —escupió Charles, molesto.
Pero Gabriel no lo escuchó. Solo pensó en que Marcos no podía caer otra vez. Lo ayudó a sentarse de nuevo en la cama.
Marcos apretó los dientes.
—¿Eso es todo? ¿Así va a ser ahora?
Charles exhaló con frustración.
—Te lo dije: la herida no fue solo músculo. Hubo daño en el nervio.
—Entonces ¿ya no puedo…? —Marcos no pudo terminar la pregunta.
—Caminarás —intervino Gabriel con urgencia, como quien intenta salvar lo que se desmorona—. Solo necesitas tiempo.
Charles negó de inmediato.
—No solo tiempo —corrigió—. Apoyo.
Se inclinó hacia el bastón y lo tomó. Sosteniéndolo como una sentencia.
—Vas a necesitar esto para caminar. No solo ahora, si no que siempre.
La palabra cayó como un golpe: “Siempre”
Marcos sintió que algo en su pecho se derrumbaba.
—¿De por vida?