La señora Weaver estaba de pie al borde de la escalinata cuando el carruaje se detuvo. Su mirada se clavó en Evelin incluso antes de que pusiera un pie en el suelo. El color en el rostro de la joven, la tensión sutil en los labios… era evidente: no había logrado convencer a Gabriel.
Evelin desvió la vista apenas se encontró con la de su abuela. No sabía cómo decirlo sin que sonara a derrota.
Apenas cruzó el umbral, la señora Weaver la sujetó del brazo con firmeza y la apartó hacia un rincón del vestíbulo.
—¿Qué sucedió? —exigió sin rodeos.
Evelin respiró hondo, como si tragara vergüenza.
—Gabriel no aceptó. El abogado terminó entregandole las otras propiedades. Él pagará para evitar la huelga.
El gesto de la anciana se endureció de inmediato.
—¿Cómo es posible que no hayas podido convencerlo? —soltó, entre furia y decepción.
—Abuela, yo… —Evelin balbuceó—. Él actúa según lo que considera correcto y lógico.
La señora Weaver soltó un bufido indignado.
—Ese hombre parece incapaz de hacer nada por amor.
Evelin frunció el ceño, herida, pero también dispuesta a defenderlo.
—No es así. No significa que no me ame. Gabriel dijo que se casaría conmigo.
—¿Y te dijo cuándo? —la interrumpió su abuela, arqueando una ceja con veneno contenido.
—No, pero cuando él dice algo lo cumple —replicó ella.
La anciana la observó con frialdad y una sombra de lástima.
—No me pidas que crea en eso.
Evelin apretó los puños.
—Está equivocada. No se preocupe tanto. Cuando nos casemos, las propiedades volverán a nuestro apellido.
La señora Weaver entrecerró los ojos, la molestia creciendo.
—¿Quieres saber lo que realmente pienso?
—Supongo que no me queda otra opción —respondió Evelin, con el orgullo apenas sostenido.
Su abuela acercó el rostro al de ella, cada palabra como una sentencia.
—Eres una ilusa. ¿Hace cuánto que estás saliendo con ese muchacho? Y aún no ha venido a pedir tu mano.
Evelin apretó la mandíbula.
—Él me ama. No tiene derecho a dudarlo.
La señora Weaver soltó un suspiro largo, dramático, llevándose una mano al pecho.
—Dios… ese hombre me matará de un infarto en cualquier momento. Ya tiene la mitad de nuestras cosas.
Evelin abrió la boca para responder, pero no alcanzó.
Su abuela ya se retiraba más que disgustada, con pasos firmes y el ceño fruncido. Cruzó el vestíbulo hasta llegar a la biblioteca y cerró la puerta con un golpe seco, como si necesitara cortar de raíz el enojo que la carcomía por dentro.
La habitación, perfumada por el aroma tenue del té frío olvidado sobre la mesa, la recibió como una vieja confidente. Se dejó caer en uno de los sillones, sosteniéndose la frente con una mano. Su respiración estaba alterada; el fastidio se le trepaba como una fiebre.
¿Cómo era posible que después de tanto tiempo ese hombre no hubiera mostrado ni una sola intención de pedir la mano de Evelin?
Sí, ahora lo había mencionado, según Evelin, pero eran solo palabras vacías que se las podría llevar el viento. Si realmente amara a su nieta, ya se habría presentado en la puerta, decidido, a exigir el respeto que ella merecía. Pero no. En lugar de eso, Gabriel se movía bajo sus propias reglas.
Whitaker ya tenía en sus manos una parte de las propiedades Weaver. Y si la desgracia seguía golpeando, como claramente lo haría, pronto tendría la otra mitad. Y entonces… ¿qué quedaría para su familia?
Un escalofrío le recorrió la espalda. Y otra duda se clavaba en su pecho con fuerza: ¿Y si Gabriel no tenía verdaderos sentimientos por Evelin? ¿Si su única motivación era absorberlo todo… mientras en la oscuridad de la noche se revolcaba con prostitutas y vicios de la ciudad?
Apretó la mandíbula, indignada. Sería una aberración, un insulto a la dignidad de Evelin y por consiguiente al apellido Weaver.
Respiró hondo, recuperando su compostura.
—Si ese muchacho no da el paso lo obligaré —murmuró para sí, como un juramento.
Si Gabriel seguia beneficiándose del apellido Weaver, al menos sé ocuparía de asegurar el futuro de su nieta. Si lo presionaba lo suficiente, tendría que aceptar la boda. Y así, al menos, esas propiedades volverían algún día a la familia. El apellido seguiría manteniendo el poder que siempre le había pertenecido.
Se puso de pie con un gesto decidido, alisándose el vestido.
—Si Gabriel piensa que puede jugar conmigo —susurro con una sonrisa glacial—, está muy equivocado.
Había llegado el momento de proteger lo que era suyo. A cualquier costo.
….
En cuanto ambos regresaron a la residencia Whitaker, los empleados se reunieron en el vestíbulo con sonrisas expectantes y un ánimo festivo. Apenas Marcos cruzó la puerta, un coro de voces lo recibió con vítores y aplausos improvisados. Todos estaban sinceramente aliviados de que el accidente no hubiera acabado en tragedia.
Marcos, apoyado en su bastón, levantó la mano como si saludara al público después de una obra teatral.
—Estoy vivo, señores —anunció con dramatismo—. Y con una historia digna de contarse en tabernas y salones de té.
Las risas llenaron la gran entrada. Gabriel, ligeramente detrás, observaba con los labios curvados en una mueca discreta; pero una chispa orgullosa se encendía dentro de él cada vez que mencionaban el coraje del muchacho.
Los días siguientes transcurrieron entre historias, paseos y ejercicios. Marcos se empeñaba en dominar el uso del bastón; al principio tambaleante, luego cada vez más seguro. Cuando el dolor lo sorprendía con su mordisco agudo, el opio ofrecía su manto adormecido y él lo soportaba como quien presume una medalla de guerra.
Descubrieron que el oso había escapado de un circo días antes, y todo adquirió un tinte de leyenda: Marcos Baker, el joven que se enfrentó a la bestia fugitiva. Siempre había alguien dispuesto a escuchar la historia. Y quienes lo oían, terminaban mirándolo como si hubiera luchado contra un monstruo mitológico. Gabriel, aunque fingía indiferencia, por dentro disfrutaba de cada exageración de Marcos, cada broma, cada gesto que lo volvía el centro de todas las miradas.