La mirada de Eduardo seguía fija. Tan fija que por un instante Marcos creyó que se había quedado sin aliento, como si la confesión de su orientación y contarle sobre Gabriel y Héctor le hubiera robado la capacidad de moverse. Estaba pálido, con los labios entreabiertos, petrificado.
Marcos, sintiendo cómo se le deshacía el valor que había reunido, se recostó hacia atrás en el sillón. Pasó una mano por su cabello en un gesto torpe, casi desesperado, intentando sacarse los nervios de encima. Entre el alcohol, el cansancio y lo que había revelado, ya estaba preparado para lo peor: para el desprecio, el rechazo. Para que Eduardo se levantara y lo dejara solo.
Pero Ivy, al verlo inmóvil, reaccionó primero. Se incorporó, se sentó a su lado y lo sacudió con suavidad por el brazo.
—Ey… Eduardo… —le dijo con una media sonrisa—. Tienes la boca abierta desde hace un rato. Si sigues así se te va a caer una mosca adentro.
Él parpadeó como si despertara de un trance. Miró a Ivy, luego volvió a mirar a Marcos. Y respiró hondo.
—Esto es muy serio. Muy peligroso, Marcos.
Marcos asintió despacio.
—Lo sé.
—¿Quién lo sabe? —preguntó Eduardo enseguida, con un tono que mezclaba pánico y urgencia.
—Solo ustedes dos —respondió él, intentando sonar seguro.
Eduardo apoyó los codos en las rodillas y se frotó la cara.
—No esperaba esto —admitió—. Me dejaste completamente sorprendido. Nunca, jamás, se me hubiera pasado por la cabeza.
—No eres el único —murmuró Marcos, intentando aliviar la tensión con una sonrisa amarga.
—Yo sí me lo imaginaba —intervino Ivy, acomodándose mejor en el sillón—. Nadie se da cuenta, pero creo que se nota sutilmente a veces en la forma en la que mirás a Gabriel. No es culpa tuya, claro, Gabriel es hermoso, pero igual.
Marcos soltó un resoplido ahogado, casi una risa sin ganas.
—Gracias… supongo.
Eduardo levantó la vista de golpe, preocupado.
—¿Y Gabriel? —preguntó, clavándole la mirada—. ¿Él también?
Marcos negó, bajando los ojos.
—No lo sé. No creo que sea como yo. Lo suyo es complicado, no hablamos de eso. Ya lo conocés, siempre ocultando todo, cuidando cada gesto, cada palabra. A veces es imposible saber qué piensa.
Ivy bufó, cruzándose de brazos.
—Yo igual no confío en él —dijo con tono firme—. Si tengo que apoyar a alguien para que sea tu pareja, prefiero a Héctor. Ese sí es un hombre. No Gabriel, que se hace el duro y después parece que se derrite por ti sin admitirlo.
Eduardo giró hacia ella, indignado.
—Me parece inapropiado que te expreses así de él. Tal vez ese tal Héctor sea un buen hombre, no lo discuto. Pero si tengo que elegir un lado, me quedo del lado de Gabriel.
—¿Ah sí? —lo pinchó Ivy—. ¿Y por qué?
Eduardo se enderezó, serio, decidido.
—Porque lo conozco. Es orgulloso, testarudo, insoportable a veces, pero si de algo estoy seguro es que sería capaz de destruir al mundo entero por cuidar a Marcos. Lo vi.
Marcos lo miró, con el corazón en un puño.
—Eduardo… —susurró, tocado por sus palabras.
Eduardo lo señaló con el dedo, tenso.
—Eso sí —continuó—. Te voy a pedir una cosa, por lo que más quieras, ten cuidado. Esto no es un juego. No puedes andar exponiéndote. Ni con Gabriel ni con nadie.
Marcos respiró hondo.
—Soy consciente de ello. Así como de lo confundido que estoy —admitió—. Siento cosas por Gabriel, cosas que no sé ni cómo explicar; pero también sé que Héctor despertó en mí una seguridad y un cariño distinto. Está en otro nivel. Es como…—buscó las palabras— como una fuerza que me sostiene sin que yo tenga que pedirlo.
Ivy levantó una ceja.
—Porque sabe lo que quiere. Héctor es exactamente lo que necesitás: alguien que no te esconda, que no se esconda de ti, alguien que no tema sentir lo que siente. Eso es valioso, Marcos.
Eduardo bufó.
—Sí, sí, muy lindo todo; pero a mí no me parece tan ideal. —Lo miró fijo—. Por lo que contaste, Héctor suena a un hombre imprudente. Admirable, sí: un general con honor, fuerte, seguro de sí mismo. Pero esa seguridad le viene de su rango. Nadie se atrevería a cuestionarlo. Nadie lo tocaria o se metería con él. Gabriel no es así. Y tú tampoco.
—No digas eso —protestó Marcos, con una chispa de enojo en la voz—. Héctor no es imprudente. Él solo vive sin miedo. Sentir que no te miran con aberración es enorme.
—Lo sé —respondió Eduardo más suave—. Pero no puedes medir a ambos con la misma vara. Héctor se mueve en un mundo donde puede darse el lujo de ser valiente.
Ivy cruzó los brazos, molesta.
—Ay, por favor —soltó—. Él lo cuidaría. No lo dejaría solo. Tiene todo para hacerlo.
Eduardo giró bruscamente hacia ella.
—¿Y si un día se le ocurre que la mejor forma de cuidarlo es enfrentarse a medio regimiento? ¿O a media ciudad? ¿Eso te parece protección? Porque a mí me parece una sentencia de muerte para Marcos.
Ivy abrió la boca para replicar, pero Marcos se adelantó.
—Héctor no es una amenaza para mí —dijo serio—. Es alguien que me ofreció un lugar seguro donde no me sienta juzgado.
Eduardo apoyó las manos sobre sus rodillas, inclinándose hacia él.
—Y Gabriel —dijo despacio— es alguien que no te va a exponer jamás. Jamás te pondría en riesgo. Ese hombre se quemaría vivo antes de dejar que te pase algo.
Marcos apartó la mirada, sintiendo cómo se le apretaba el pecho.
—No sé qué quiere Gabriel —confesó en voz baja—. Y a veces siento que tampoco sé lo que quiero.
Se frotó la frente, cerrando los ojos apenas un segundo.
—Igual, —respiró hondo— había pensado en irme con Héctor. Al menos por unas semanas. Alejarme de todo. Ver si ahí podía ordenar algo en mi cabeza. Pero después llegó su carta. —La voz le tembló ligeramente— La carta donde se despedía. Donde decía que no podía esperarme una semana más. Eso me dolió. Mucho.
Ivy ladeó la cabeza con una mezcla de compasión.
—Y claro que dolió. Porque lo quieres. Ese hombre parece que no sabe ser tibio. Si se va, se va entero. Y si te ama, también lo hace entero.