Herencia: la embarazada

17

La película termina, pero Irina no se apresura a apagar el televisor y ni siquiera se mueve. Giro la cabeza hacia ella. Parece dormida. Su cuerpo se apoya en el mío con demasiada suavidad, y su palma descansa sobre mi antebrazo. No aguanto más y me deslizo con cuidado fuera del sofá. Acomodo la manta y voy al baño.

Después de ducharme, me dirijo a mi dormitorio. Echo un vistazo al salón: Irina ya no está, en su lugar solo queda la manta arrugada. Entro en mi habitación. Por el calor me quito toda la ropa y me quedo únicamente en bóxers. Abro la ventana de par en par y dejo que el fresco nocturno entre en la estancia.

Irina entra en el dormitorio. Se queda inmóvil en el umbral, envuelta en una bata blanca semitransparente. La prenda no oculta en absoluto sus largas y esbeltas piernas, y el profundo escote deja muy poco espacio a la imaginación. Siento su mirada densa recorriéndome los hombros, los brazos musculosos, el pecho, el abdomen… No me avergüenzo, pero esa atención provoca un deseo instintivo de cubrirme. Ella bate las pestañas con fingida inocencia:

—Me quedé dormida. Perdona las molestias, ha sido un día pesado.

—No pasa nada, lo entiendo —extiendo la manta y la echo sobre el brazo, la acerco a mí y cubro al menos un poco mi torso desnudo.

—Es tan dulce dormir sobre tu hombro… Ya había olvidado lo que es calentarse en unos brazos cálidos. A tu lado incluso el bebé no se movía y dormía tranquilo.

Avanza despacio. La bata se abre ligeramente sobre sus caderas, y la luz de la lámpara de noche se desliza por su cuerpo. Aparto la mirada y aprieto la manta con fuerza entre las manos. Tiene el aspecto de una depredadora que intenta atrapar a su presa con astucia. Solo que conmigo no funciona. Cualquier mujer es apenas una sombra pálida comparada con mi Solomiya.

—Espero que pronto tengas un hombre y puedas calentarte en sus brazos —digo con frialdad, para que ni siquiera se le cuele una mínima esperanza de un futuro conmigo.

—Hablas como si fuera tan fácil como ir a la tienda y elegir a un hombre digno. Sabes que mi corazón te pertenece.

Sus dedos se deslizan por mi hombro, apenas rozan la piel. Le sujeto la mano de golpe, sin permitirle tocarme.

—Irina, no hagas esto. No nos conviertas en algo que nunca fuimos.

—¿Y si quiero que seamos alguien nuevo? —su voz es apenas audible, casi tierna. Me mira con ojos grandes, húmedos—. Soy una mujer que siente. Te amo. ¿Acaso es un crimen?

—No —suspiro. Aprieto los labios y, de forma brusca, como arrancando una tirita, lo confieso—. Pero no es correspondido. Por alguna razón, hasta ayer callabas tus sentimientos. Éramos amigos, y con la aparición de Solomiya quisiste algo más.

—Tengo miedo, Danilo —las lágrimas se esconden en sus ojos—. Por ella nos dejarás. Pensé que entenderías que soy importante para ti, pero con su llegada todo cambió. Estoy segura de que no es tu hijo, pero eres demasiado confiado para ver la verdad. Mientras ella sale con otros hombres, tú le sigues siendo fiel.

La rabia hierve en mis venas. La idea insoportable de que alguien haya tocado a mi Solomiya.

—Mi vida personal no afectará nuestra relación. Todo seguirá como acordamos. Fingimos ser matrimonio durante un año, recibes el dinero de Arsen y luego nos despedimos.

Guarda silencio. Se tensa, y yo le suelto la mano. Irina se da la vuelta con dignidad y se dirige a la salida:

—Buenas noches. Prometo que no volveré a tocarte ni a molestarte con mi presencia.

No respondo. Desaparece tras la puerta y exhalo aliviado. Últimamente su presencia pesa como una carga. Solo queda esperar que Irina cumpla su palabra y deje de insinuarse.

Solomiya

Por la mañana preparo té y me alisto para ir a la oficina. En su mayoría trabajo a distancia, pero hoy quieren verme allí. Me pongo un vestido amplio, hasta la rodilla, que no limita mis movimientos. En él se nota el vientre redondeado, y entiendo que no hay forma de ocultarlo. Me preparo un sándwich y me alegra que las náuseas matutinas hayan pasado. Me siento a la mesa y llevo el sándwich a la boca. No llego a darle un mordisco cuando oigo que llaman a la puerta.

Con decepción dejo la comida en el plato y voy a abrir. Por la mirilla veo a Danilo. Todo dentro de mí se incendia. El corazón late con fuerza bajo el pecho, como si ese hombre aún significara algo para mí. Me miro con picardía en el espejo y me acomodo el cabello. Exhalo con dificultad y, armándome de valor, abro la puerta.

—¿Danilo? —finjo sorpresa—. ¿Qué haces aquí? Habíamos quedado en no vernos hasta el nacimiento del bebé, y como ves, aún no he dado a luz.

—Tenemos que hablar —se cuela descaradamente entre la puerta y yo.

Su cuerpo roza mi vientre y eso me obliga a apartarme. Entra con seguridad en la cocina y deja sobre la mesa una bolsa de papel con el logotipo de una panadería. Frunzo el ceño:

—Pensé que ayer ya habíamos hablado de todo. ¿Qué quieres?

—Verte —se gira bruscamente y su mirada se queda clavada en mis piernas.

—Ya me has visto. ¿Objetivo cumplido? Puedes irte.




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