Toco a la puerta una vez sin recibir ninguna respuesta, vuelvo a hacerlo y nada; parece que mi jefe ya se fue a descansar. Estoy tentada a abrir la puerta y entonces recuerdo que siempre me exigió tocar antes de pasar como Pedro por su casa. Al principio, cuando llegué a trabajar aquí siempre tenía la mala costumbre de pasar sin tocar; a base de muchos regaños tuve que aprender que al jefe no se le molesta salvo que él lo indique y que a su oficina no se entra sin previa autorización.
Pero yo soy desesperada, me molesta esperar y muchas de las veces soy impulsiva, aun así, vuelvo a tocar y de nuevo no recibo respuesta.
Es raro porque sé que se encuentra dentro, no ha salido. A menos que lo haya hecho cuando descuide por un momento mi puesto y fui al baño, si tal vez sea eso. Me debato entre entrar y dejar los documentos o esperar a que llegue.
Me decido por la primera opción y al instante de abrir la puerta, me arrepiento enseguida de haberlo hecho, lo que veo me dejo helada. Mis ojos no se despegan del hombre y la mujer que se encuentra dentro; tan entretenido se encuentra que ni siquiera escuchó el toque de la puerta, tengo que hacer de tripas corazón y salir sin que ellos me hayan visto.
Quise azotar la puerta para que se dieran cuenta de que los vi, pero no, salgo como un ratoncito. La prudencia por primera vez hace acto de presencia y dejo la impulsividad de lado. ¿Qué caso tiene pelear por algo que no vale la pena?
Corro al baño y me encierro a llorar como una estúpida, recargo mi cuerpo a la pared y me dejo caer. Mi mente sigue sin poder creer lo que acaba de ver. Quiero mentirme y decir que fue una alucinación, que el hombre allá adentro no puede hacerme tal cosa.
Entre mis reflexiones me pregunto: ¿cuántas veces?, ¿desde cuándo este hombre me ha visto la cara? Seguramente desde siempre y yo de tonta que creí en sus palabras dulces, en sus promesas.
Pierdo la noción del tiempo, ni idea tengo de cuánto llevo aquí. Es hasta que logro calmarme un poco que tomo una decisión. Me lavo la cara y coloco un poco de maquillaje para que nadie se dé cuenta de que estuve llorando, especialmente él.
Aunque después de esto, comprendo que él nunca se ha fijado en mí, no como yo quisiera, no como me lo ha hecho creer.
Me acomodo en mi lugar y miro la hora, es casi la hora de salida, así que tengo que hacer lo planeado antes de que todo mundo se vaya.
Veo salir a Sandra de la oficina del jefe y él viene tras ella, al pasar junto a mí, me mira con una expresión que no entiendo, la verdad soy muy mala leyendo expresiones. Él no es capaza de voltear a verme, claro, no se atreve. De manera disimulada sigo sus pasos de reojo, la acompaña al elevador. Enseguida, prefiero no seguirlos viendo ni menos escucharlos, así que bloqueo mi mente, no quiero torturarme más recordando la imagen de ellos dos.
Cuando me doy cuenta mi jefe se encuentra frente a mí.
—¿Estás bien? Te hablo y parece que te fuiste a otro mundo.
—Discúlpeme, ¿se le ofrece algo? —Trato de sonar lo más tranquila posible.
Aprendí a esconder mis emociones después de tantas veces salir humillada, esa máscara fría la he puesto varias veces.
—Te decía que quiero que mañana cenemos junto, necesito hablar algo contigo. —Una ligera mueca a compaña a sus palabras, quiero gritarle que sé a la perfección lo que me quiere decir, pero no me atrevo.
—Claro, como usted ordene. —Él sonríe y yo estoy a punto de gritarle por ser así conmigo.
—Gracias, pequeña.
Escuchar la manera en que me llama, derrumba por un segundo el dolor que estoy experimentando y no puedo permitir que eso haga que lo perdone. Lo único que puedo hacer es salir corriendo, escucho que grita mi nombre y yo solo atino a responder:
—Disculpe, tengo que hacer algo urgente.
Corro por las escaleras, dos pisos abajo me encuentro con Lisa, la encargada de recursos humanos y alguien de quien me hice muy amiga hace dos años cuando llegué a trabajar aquí.
—Por favor, necesito que me ayudes.
La mujer, al verme a punto del colapso, me lleva a su oficina. Le cuento todo lo que sucedió, y lo que pienso hacer a partir de hoy.