Heterocromía Iridis

DESPERTARES

Aún no lo puedo creer, pero… caí en un profundo sueño que me mantuvo dormido por un largo tiempo. Jamás, en mis años de existencia, me había encontrado en tal situación, hasta ese momento. Fue cuando comprendí porqué a la señorita Erika le gusta dormir tanto.

Sin embargo, solo una parte de mi sueño fue tranquilo y reconfortante, ya que, en los últimos momentos, se convirtió en una pesadilla que, más tarde, se volvería una realidad que tendría que enfrentar. 

Al abrir los ojos, aun algo agitado, me encontré recostado en una cama de hospital, con el suero conectado a mis brazos y varios aparatos monitoreando mis signos vitales, lo cual me pareció absurdo. 

Me sentía muy diferente, era como si mi cuerpo se hubiera vuelto más pesado, frágil y difícil de mover, las extremidades me dolían y la cabeza me daba vueltas, jamás pensé que pudiera llegar a sentirme así. Aun acostado, traté de transformar mi mano en la garra del demonio que era, y me sentí orgulloso cuando al fin lo logré, eso quería decir que, a pesar de lo que hice, conservaba mis poderes.  

Levanté mi cuerpo con dificultad, revisando la habitación con la mirada y quitándome los electrodos de mi cuerpo, fue cuando me percaté de que estaba usando una bata azul de algodón y delgada, justo como la que usaba la señorita Erika al ser hospitalizada. 

La señorita Erika, su imagen invadió mi cabeza, así como una repentina preocupación, debía encontrarla para verificar que estuviera bien, así que me levanté y traté de buscar ropa decente, cuando un hombre de bata médica blanca, estatura baja, de piel muy morena y cabello negro, entró a la habitación, era el médico de cabecera de la familia de mi ama.    

- Buenos días. – dijo amablemente el hombre. – Vaya, qué bueno que despertaste.

- ¿Cuánto tiempo dormí? – pregunté. 

- Dormiste 3 días, más o menos. – contestó, mientras revisaba una tabla que estaba suspendida al pie de la cama donde me encontraba sentado.

- ¡¿Tres días?! – pregunté sorprendido, no pensaba que pudiera ser posible. 

- Sí. Pero ya estás recuperado totalmente. – dijo sin despegar la vista de la tabla, con una mirada intrigada y desconcertada. – De hecho, mejoraste desde el primer día que te internamos. Nos tenía sorprendidos que fueras el único que no sufrió daño alguno en el accidente, pero cuando te encontramos en el suelo convulsionándote y tomando la mano de Erika…

- ¿La señorita Erika? ¿Dónde está ella? ¿Cómo está? – al escuchar su nombre, mis pies me levantaron instantáneamente, en busca de información sobre mi ama. 

- Tranquilo, no quieras correr aún. – comentó el médico al sostenerme cuando tambaleé cerca de la cama. 

Ese despertar para mí fue tan extraño, estaba teniendo sensaciones que no eran normales para alguien como yo. Mientras regresaba a la cama, el médico contestó.

- Erika está bien, está en la habitación contigua, y su recuperación fue… asombrosa. – dijo con una mirada de fascinación. – Se podría decir que hasta milagrosa. 

- ¿Por qué?

- Tienes que verla, Horacio. 

- ¿Cómo sabe mi nombre? 

- Ella me lo dijo, cuando preguntó por ti. 

- ¿Ella… preguntó por mí? 

- Claro, ¿por qué te sorprende? – el teléfono celular del médico comenzó a sonar y el hombre lo sacó del bolsillo de la bata, lo revisó y después se dirigió hacia mí. – Tengo que atender esto, me alegra ver que tu recuperación es total. En cuanto te hagan el chequeo general, te daremos de alta, para que puedas salir del hospital y reunirte con tu hermano.

Ese comentario me sacó del trance. 

- ¿Mi hermano? – pregunté desconcertado. 

- Ha venido todos los días a cuidarte. – contestó el médico, deslizando el dedo por la pantalla del teléfono. – Y también se ha turnado para cuidar a Erika. Con permiso. Que tenga un excelente día y cuídese mucho, maneje con precaución.

Al salir por la puerta de la habitación, me quedé solo, sentado en la cama con una revolución en mi cabeza. Cuando la batalla de las nuevas sensaciones se calmó, me levanté de la cama y caminé hacia el baño de la habitación. Me incliné sobre el lavabo y apoyé las manos en los bordes de porcelana que delimitaban el cuenco donde caía el agua de la llave; levanté el rostro y observé el espejo. 




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