Heterocromía Iridis

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Aunque la señorita Erika no tenía problemas en tomar sus alimentos en cualquier parte de la casa, mostraba alegría cuando encontraba la comida puesta en una elegante mesa. “Como si estuviera en un restaurante.”, decía cuando veía el mantel, las servilletas de tela, los platos de loza y los cubiertos de plata. 

“No te desgastes, Horacio. Deja estas formalidades para ocasiones especiales.”, decía a veces. Supuse que esa noche era una ocasión especial, así que puse la mesa con lugar para tres personas. Una vez que la mesa estuvo puesta, subí para avisarle a la señorita que la cena estaba servida.

Cuando subí a la planta alta, comencé a recordar la advertencia del joven Daniel. “¿Cómo pudo causarme tanto dolor un simple humano?”, pensé. Era evidente que, al igual que su hermana, él no era un simple humano. Comencé a concluir que de la familia de la señora Guadalupe, ella era la común. Antes de ir al cuarto de la señorita Erika, detecté la mirada del joven desde su cuarto, vigilándome. Decidí ignorar esa situación, si el joven iba a vivir con la señorita, tenía que acostumbrarme a tener sus ojos encima de mí y a la constante sensación de que hay alguien más a su lado. 

- Señorita. – llamé dando varios golpecitos en la puerta abierta para anunciar mi llegada.

La señorita estaba sentada en una mesa que tenía cerca de la ventana, viendo hacia el exterior, con las cortinas abiertas y dejando que la luna la bañara con su brillo, parecía absorta en un mundo lejano hasta para mí. 

- Señorita. – volví a llamar, entrando a su cuarto. - ¿Se encuentra bien?

Con la luz de la luna podía apreciar su figura mejor que cuando el sol le daba de lleno. Estaba más delgada, la piel tenía un color blanco rosado muy curioso y en las manos se le pintaban las venas. Usaba un pantalón gris de punto holgado, una camiseta de tirantes de color negro, un sostén deportivo negro y sin calcetas en los pies. Inclusive sin maquillaje, era bonita, tenía facciones armónicas y el cabello chino alborotado le agregaba un cierto matiz de rebeldía, fue cuando me di cuenta de que le habían cortado el cabello a la mitad del largo del que lo tenía, apenas le llegaba a la altura de los hombros.  

- Sí. – contestó débilmente. - ¿Qué pasó, Horacio?

- La cena ya está servida. 

- Gracias. Dile a mi hermano y a doña Chela, por favor. – me indicó sin separar la vista de la ventana. 

- A la orden. ¿Segura se encuentra bien?

- ¿Acaso estás preocupado? – preguntó de manera sarcástica. 

- Algo. – contesté inconscientemente. “Pero ¿qué acabas de decir?”, pensé a mis adentros. 

La señorita Erika también se desconcertó ante mi respuesta, volteó a verme y su mirada reflejaba confusión. 

- Lamento haberla importunado. – dije mientras me retiraba. 

- Horacio. – llamó desde la ventana. 

- Dígame. – voltee a verla, su rostro estaba más relajado, pero parecía que algo la aquejaba.

- Perdóname por reaccionar como lo hice. - dijo la señorita Erika, volteando a verme directamente. – Tú me salvaste la vida dos veces, y yo correspondí gritándote y maldiciéndote... 

"Además de atacarme físicamente.", agregué en mi mente. 

- No es justo para ti.

- No se preocupe por eso, señorita. – contesté. – Sus disculpas no son necesarias.

- Sin embargo, tengo que hacerlo. – comentó sin desviar la mirada. – No me siento bien si no te pido perdón. Has hecho mucho por mí, incluso salvarme de mí misma. 

- Señorita, es mi deber… - comencé a decir con la formalidad acostumbrada, hasta que me di cuenta del extraño sentimiento que sus ojos reflejaban. – Sus disculpas son aceptadas. 

Ella esbozó una sonrisa tierna. Me acerqué a la señorita Mendoza y me paré enfrente del escritorio donde estaba sentada. El cabello lo tenía alborotado de manera incontrolable, incluso le caía en el rostro, con la mano derecha tomé una parte de su cabello y lo peiné hacia atrás, descubriéndole la mejilla derecha. Ante ese gesto, ella recargó la cabeza en la palma de mi mano y puso su mano en el dorso de la mía, por un momento, pensé que comenzaría a remolonear.    

- Horacio… - la señorita Erika susurró mientras acariciaba mi mano. – ¿No te parece extraño que no te haya preguntado sobre las cicatrices que tienes en tus antebrazos? Y que lucen exactamente iguales a las mías. – Sin que me diera cuenta, su mano aprisionó mi muñeca, descubrió mis brazos doblando las mangas del saco y desabotonando los puños de la camisa. – Y tú no me has preguntado por qué quise matarme.   




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