Heterocromía Iridis

ESTRELLAS FUGACES

Erika estaba al pie de la puerta de la casa que mi hermana le dejó, a veces pienso que esa herencia fue lo que impulsó a mi hija a apartarse y llevar una vida sombría, pecaminosa y azarosa. Y después de lo que me confesó, no estoy seguro de que siga siendo la misma hija que yo conocía. Un mayordomo demoníaco, un ángel protector, habilidades que proviene de fuerzas sobrenaturales, un secuestro por de una bruja, muñecas poseídas, todo eso era demasiado para una familia normal. 

Podía sentir su mirada en mi espalda, los mismos ojos llorosos que pone desde que era niña cuando algo muy preciado para ella se alejaba. Antes de subirme al coche, me voltee para verla de frente una vez más. 

Amo a mi hija, pero no estaba seguro de querer que su nueva vida alcance al resto de la familia. 

- Hija, todo en esta vida es cuestión de decisiones, tienes la opción de salir de todo esto. – comenté en voz alta, enérgico y autoritario. – Toma una decisión ahora, Erika. Vienes conmigo a casa y te olvidas de todo esto, o te quedas aquí y te olvidas de nuestra familia. 

Desde donde estaba podía ver las miradas de todos los habitantes de esa maldita casa, incluyendo la de su hermano Daniel que estaba parado detrás de ella, al igual que el chico de cabello blanquecino.  

- ¿Y bien? ¿Lista para dejar tus demencias, y volver al buen camino de la luz?

Aunque la mirada de mi hija estaba cubierta por una gruesa capa de cristal, jamás vi una mirada tan segura y penetrante en ella. 

- No. 

- ¿Qué? – dije atónito. 

- El ir contigo no solo representa el abandonar las cosas que en estos momentos me atormentan. Dejar mi casa para volver a la suya es regresar a una fría y vana realidad en la que solo soy un reflejo de lo que ustedes desean de mí. Perdón, padre mío, pero yo me quedo aquí. 

No sé qué era más predominante en mi pecho en ese momento, si el enojo por su altanería, la impotencia por no poderla obligar a dejar sus estupideces o la tristeza de saber que perdí a mi pequeña. 

- Muy bien, tú lo decidiste. – dije concluyendo de manera áspera, fría y distante. – Vamos, Daniel, tu madre y tu hermano nos esperan. 

Me di media vuelta y subí al coche bufando, cerré tan fuerte la portezuela que el espejo retrovisor se rompió. Estaba a punto de arrancar cuando me di cuenta de que Daniel no se había movido ni un centímetro del lado de su hermana. Al buscarlo con la mirada y verlo a los ojos, hizo un gesto negativo con la cabeza.  

“Muy bien, entonces así será.”, pensé. No volví a ver a mis hijos… hasta ese día.

 

Jamás vi a la señorita Erika tan destrozada, en cuanto el coche de su padre dio la vuelta por la esquina, las rodillas se le flexionaron y cayó sobre el suelo vencida por la tristeza. 

A mi ama jamás le ha gustado que la vean llorar, cuál no sería su pena ese día que no le importó que las vecinas entrometidas la vieran destrozada. Sentí la necesidad de acercarme a decirle que no temiera por su familia, que, aunque ya no quisieran verla, mi promesa sigue vigente y que haría hasta lo imposible por proteger a sus familiares, pero la orden que me había dado previamente me impedía socorrerla en esos momentos. 

Pero el destino parecía burlarse de ella, pues, aun así, derrotada y de rodillas ante el umbral de su puerta, se hizo presente una maldita voz que hizo que todos en la casa se tensaran. 

- ¿Erika? ¿Amor mío? ¿Qué sucede? - preguntó mi hermano, Dominicus, caminando directamente hacia mi ama con un ramo de flores en la otra. 

Erika volteó a verlo, completamente desarmada. El demonio colocó el ramo de flores en el suelo, a un lado de mi ama mientras le dedicaba una mirada de preocupación, maldito, quien lo hubiera visto, juraba que su sentimiento era auténtico. 

- ¿Estás bien? - sus manos se acercaron vacilantes al rostro de la señorita Erika, quién en un inicio retrocedió, pero poco después no solo se dejó tocar, sino que se desplomó con ambas manos en el rostro sobre el pecho de Dominicus, quién la rodeó con los brazos y, mientras con uno la abrazaba por la cintura, con la otra mano le sostenía la cabeza. - Ya, ya, tranquila, aquí estoy. Todo va a estar bien. 

¡Maldito ángel! ¿Cómo fue posible que se quedara parado, inmóvil, sin decir palabra alguna, en el umbral de la puerta de la casa? Se preocupaba por mí, y el desgraciado de Dominicus paseaba sus manos sobre la piel y el cabello de mi ama en su cara. 

Pasaron las horas, ya se había hecho muy tarde y Dominicus seguía en la casa, eso sí, con los ojos vigilantes de todos encima. Él estaba sentado en el sillón de la sala con la señorita Erika sentada a un lado, con la cabeza de ella apoyada en su hombro mientras le acariciaba el cabello. Mi hermano fue su paño de lágrimas toda la tarde, escuchó su historia pacientemente interviniendo sólo para hacer alguna pregunta o prestar algunas palabras de consuelo. 




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