Aunque me confinaron a una estancia nocturna en el jardín de la casa, no me separé de la ventana de la habitación de mi ama. Aunque no es algo que haga frecuentemente, decidí adoptar la forma de un cuervo y me acomode en una de las ramas del árbol que estaba en el jardín, lo suficientemente gruesa para sostener a un ave, pero no a un ángel. Ese fue otro motivo para instalarme en el árbol, pude sacudirme a ese acosador celestial.
La señorita Erika estaba dormida. Al observarla, no pude pasar por alto los vendajes del cuello ni de su brazo, realmente la había lastimado. No lograba entender qué me había sucedido, pero tenía que asegurarme que eso no iba a volver a pasar. Dormida, yo la veía como la criatura más hermosa que haya visto, lo cual era ridículo, he presenciado la belleza de verdaderas diosas, pero la de la señorita era una belleza natural, no te llegaba a embriagar, pero si era alucinante. Había algo reconfortante en verla dormir y daba una sensación de tranquilidad bastante envolvente, tanto que me dormí en el árbol sin que me diera cuenta.
Al despertar la mañana siguiente a la vista de mi padre, sentí como si una parte de mi hubiera sido amputada. Ya me había peleado con mis padres en ocasiones anteriores, pero esa vez se sentía diferente, como si de verdad me hubieran expulsado de la familia. A partir del momento en que le conté todo a mi padre, me quedé sin familia… bueno, a ojos de ellos, me había quedado sin familia.
Me levanté con pesadumbre y arrastré los pies hasta llegar al tocador. Al mirar mi reflejo en el espejo, vi los vendajes alrededor de mi cuello.
- Cierto, Horacio. - mis palabras tenían una textura pastosa en mi boca. Suspiré, por un momento, había olvidado el hecho de que mi sirviente demoníaco había intentado matarme la noche anterior.
Repetía la escena una y otra vez en mi cabeza, ¿qué había sucedido? Jamás había visto a Horacio tan molesto, ni siquiera sabía que se podía enojar. Siempre lo veía tan… impasible e imperturbable. ¿Por qué la insistencia en que Lucio me dijera que...?
- ¿Y si tuviera razón? - lancé la pregunta al viento, como si esperara que mi propio reflejo contestara.
Me quedé por unos segundos en silencio, cuando escuché un golpecito en la ventana de mi ventana.
Caminé hacia la ventana, un tanto adormilada; en el momento en el que me asomé, vi que las ramas del árbol del jardín chocaban contra el cristal, ya que el viento corría con mucha fuerza; pero eso no fue lo que me llamó la atención.
En la rama que estaba justo enfrente de mi habitación, había un pequeño cuervo negro, podría haber jurado que estaba muerto por lo profundo de su sueño, las ramas se movían con violencia y él no parecía inmutarse.
- ¿Qué haces ahí, pequeño amigo? - pregunte antes de abrir la ventana.
Tomé al ave con cuidado con mis manos, de lejos parecía pequeña, pero ya teniendola cerca, cabía perfectamente entre mis brazos, como si fuera un bebé. Era curioso, pero ese cuervo me transmitía calor, paz y tranquilidad, no se porqué, pero la imagen de Horacio se me vino a la mente.
Tal vez era la fantasía de una mujer joven, tal vez me estaba dejando llevar por la ingenuidad propia de las chicas de mi edad, pero el imaginarme la sonrisa de mi mayordomo me hacía sentir… feliz, tanto, que esbocé una sonrisa sin darme cuenta.
- Erika… - me llamó mi hermano desde la puerta. - ¿Estás visible?
- ¿Por qué? - pregunte casi en un susurro, no quería que el ave se alterara.
- Ya llegaron por tí… ¿pero qué rayos tienes en los brazos? - preguntó Daniel.
- Un cuervo, ¿no los conocías? - dije sarcásticamente.
- Esta feo.
- Como si tu estuvieras muy guapo. - contesté. - ¿Podrías preguntarle a doña Chela si tiene una caja de cartón en algún lugar? Parece que tiene un ala lastimada.
- ¿Ahora rescatas cuervos?
- Daniel, por favor. - dije con una sincera apatía a seguir la amistosa discusión que habíamos iniciado mi hermano y yo.
- Está bien… - dijo mi hermano haciendo los ojos para atrás, como si me estuviera dando la razón solo para que me apresurara. - Dominicus está allá abajo.
El escuchar el nombre de mi “novio”, me hizo recordar de golpe varias cosas que había decidido pasar por alto.