- Eh, ¿Horacio? ¿Dónde estás? – pregunté en cuánto perdí de vista al hombre que me había estado guiando por el complejo deportivo abandonado. No tenía conocimiento de que el edificio de uno de los clubes deportivos más importantes de Cuernavaca había sido cerrado y abandonado, hasta que Horacio me llevó ahí.
Era un edificio abandonado, y estaba prácticamente en ruinas, pero no estaba tan mal, al menos, no para quienes gustan de escenarios algo tétricos y misteriosos, como yo.
El paso del tiempo se notaba, y con ello, las obras de arte callejero se alzaban en las paredes, como muestra de que no éramos los primeros en entrar a un espacio que tenía un letrero que decía claramente y en letras enormes “Prohibido el paso”. Las paredes, me imagino que en un principio verdes bandera o blancas, ahora tenían un verde grisáceo, en algunas partes estaban desgarradas por la humedad. El techo estaba formado por las vigas de metal que sostenían el pre construido que había quedado soldado en ellas, con partes desmoronándose, y dejando entrar la luz, el viento, la lluvia y demás inclemencias climáticas por un tragaluz que se había formado por un enorme hueco en el techo, de las vigas, colgaban alambres, cables, cadenas y demás enredos que me fueron imposibles identificar con tanto polvo y telarañas.
- ¿Horacio? – volví a llamarlo, pero no recibí contestación.
En lugar de eso, escuché un chasquido proveniente de la parte superior del techo, y una de las cadenas que colgaban de la viga, con una especie de pico en soldado al extremo, se deslizó hasta tensarse y luego, precipitarse hasta el lugar donde me encontraba parada. En un acto reflejo, esquivé el pico lo más rápido que pude, quitando mi cabeza de la trayectoria de la cadena, para ver cómo se clavaba en una de las paredes. Después de recobrarme del susto, pude ver a Horacio sentado en la viga de la que se había destrabado la cadena.
- ¡Maldito demonio! ¡¿Qué rayos te pasa?!
- Por lo visto sus reflejos son mejores de lo que pensé. – comentó cuando nuestras miradas se cruzaron.
- ¿Qué? ¿A caso estabas probándome? – pregunté desconcertada.
- Más o menos.
- ¡¿Por qué?! ¡Casi me matas! – dije francamente molesta.
- Tranquilícese, señorita, nunca le hubiera mandado algo que supiera que no podía controlar. – dijo Horacio caminando de cabeza tranquilamente por la viga, para luego pasar la planta de sus pies por la superficie de la pared y luego tocar el suelo suavemente, como si su andar hubiera sido realizado en un mismo plano.
- ¿Esto es alguna especie de broma?
- Me temo que no, señorita. Verá, en este mundo hay muchas clases de criaturas, algunas son buenas, o al menos, pacíficas; pero otras, solo se puede igualar su maldad y agresividad con la de los demonios provenientes de los más profundos círculos del infierno.
- Eso lo tengo claro. Sin embargo, para mí, los peores siguen siendo los humanos.
- Yo la protegeré de todo y no dejaré que algo le haga daño, esa es mi misión, mi propósito, por lo que existo. – continuó su solemne explicación sin hacer caso a mi comentario. – Aun así, tengo que reconocer, con mucho pesar, que hay… habrá situaciones en las cuales no podré intervenir y su seguridad dependerá únicamente de usted, y quiero asegurarme de que será capaz de defenderse.
- ¿A qué te refieres? ¿Vas a entrenarme al estilo Karate-Kid?
- Precisamente.
- Mi vida es bastante aburrida. Dudo que algo pueda atacarme.
Una vez relajada, pude ver que una de las cadenas estaba atorada de tal manera que colgaba como si fuera un columpio. Caminé hacia ella mientras Horacio me observaba y hablaba, acomodé mis manos en la cadena, la jale para ver si estaba bien sujeta y me subí como si fuera un juego infantil, cuando me senté y volví la mirada a Horacio, estaba parado a un metro de mí, de haberme columpiado, lo habría pateado, solo me quedé sentada en la cadena, con las piernas suspendidas en el aire.
- Señorita, creo que en este tiempo que hemos convivido, hemos establecido que su vida no es aburrida, ni tranquila, y que hay muchas criaturas que la atacan. Aunque no me quiera creer, usted está en peligro, en grave peligro.
- ¿En serio? ¿Por qué? – dije con una mirada escéptica. Comencé a columpiarme hasta mi cara iba y venía, hacia atrás y hacia adelante hasta casi tocar el rostro de mi mayordomo. – Adivinaré, ¿por ti?
- No. – Horacio agarró las cadenas un poco arriba de donde estaban mis manos y me detuvo en el aire. - Porque es usted.
La respuesta, combinada con su penetrante mirada y seriedad al hablar, me dejaron con la boca muda. Aunque ya me había acostumbrado a verlo, cuando se me acercaba demasiado, sus impactantes ojos me hacían estremecer.
- Verá, a simple vista podemos asegurar que usted no es como el resto de los humanos, pero hay mucho más que su apariencia, señorita. Los tres elementos que conforman a una persona, en usted son fuera de lo común.
- Es decir, soy rara hasta la médula.
Horacio caminó hasta colocar la cadena y, por ende, a mí, en un perfecto ángulo recto y suspendida en reposo, pero, aun cuando el columpio dejó de moverse, él no soltó las riendas.